NO
ES TEATRO, ES NUESTRO PRIVILEGIO
¿Por qué procesionamos conmovidos por nuestras calles? ¿Por
qué la memoria se hace ternura y se nos agolpan los sentimientos de la infancia
manteniendo en nuestras pupilas los rostros de aquellos que nos han dejado y que tanto amamos? ¿Por qué estas costumbres
centenarias?
Las tradiciones que sostenemos comenzaron allá por el siglo
IV, cuando algunos fieles piadosos pudieron viajar a Palestina, en virtud de la
paz concedida a la Iglesia por el Emperador Constantino. Allí visitaban los
“Santos Lugares” y veneraban los mismos escenarios de la pasión de Cristo. De
regreso a sus pueblos de origen se esforzaban por compartir su fervor y su
emoción con los que no pudieron emprender tan aventurero y arriesgado viaje.
A partir del Siglo IX, la devoción a la Pasión del Señor se
rodea de ternura, ante la necesidad de representar y vivir de otra manera el
mensaje cristiano: así nació la Procesión del Domingo de Ramos, los Improperios
y las Tinieblas del Viernes Santo, que conocisteis aún los mayores. La gente
sencilla quería vivir, ver y palpar aquellos hechos que eran el fundamento de
su fe. Recordáis: “Por nosotros y por nuestra salvación...” (¡Lo hemos dicho
tantas veces en el Credo!)
En los siglos posteriores, la guerra, el hambre, la peste y
la miseria, cargaron las celebraciones de la Pasión del Señor de tintes
dramáticos porque el mismo pueblo lo vivía en sus propias carnes: tanto dolor,
tanta muerte, tanta oscuridad… Esta forma de piedad cayó en excesos, alejándose
cada vez más del sentido del evangelio. Pero no estaban muy lejos de él. Si el
pueblo sufre, Dios sufre con él. Así la Virgen de la Piedad o Nuestra Señora de
los Dolores muestran en el rostro el sufrimiento de los hijos que la imploran.
Y como una verdadera y desconsolada madre que ha perdido a su único hijo, pasea
por nuestras calles con el rostro cubierto de dolor y de amargura. Allí estamos
todos, y le rezamos, y al mismo tiempo nos compadecemos con ella.
Así pues, la mirada de fe
sobre los acontecimientos de la pasión, no sólo pertenecen a los teólogos y
predicadores, sino que también es privilegio y forma parte de la reflexión del
pueblo creyente. Cada uno hemos puesto en el rostro de María o de Jesús nuestro
drama particular.
Esta debe ser nuestra Semana Santa, sobria, austera,
silenciosa, signo y expresión de un pueblo templado y forjado como el acero,
que aguanta duros golpes sin quebrarse, que sabe de fríos y heladas, de esta
dura tierra, que le niega el pan y el vino y
que le hace poner su esperanza en el duro trabajo diario y en Dios,
dueño de su vida y de su historia. ¿Cuántas miradas no se habrán encontrado
suplicantes ante las imágenes que sacamos a la calle? Esos rostros de nuestro
Cristo que dan serenidad ante el dolor y el sufrimiento, cuántas veces no se
habrán encontrado con nuestros rostros y el de nuestros antepasados. Y todo “por nosotros y por nuestra
salvación...”
Pero
ahora parece que las cosas son distintas, que todo va cambiando. Vivimos mejor,
somos menos fraternos, creemos menos... quizás no necesitamos a Dios, porque
pensamos que hemos conseguido dominar al árbol de la ciencia del bien y del
mal. Aun así, queremos mantener nuestras tradiciones como un “bien cultural”
–decimos– y las vaciamos de contenido,
olvidando que las tradiciones religiosas nacieron para bien de la comunidad que
celebra y del espíritu del que se siente necesitado de Dios. Si nuestras
celebraciones de Semana Santa pierden esa gota de eternidad, no serán más que
teatro de calle para regocijo de turistas y visitantes.
Gracias a Dios, eso que comenzó a ocurrir en muchos de
nuestros pueblos y ciudades, ahora, un grupo mayoritario de cofrades luchan y
se empeñan para que las celebraciones de Semana Santa dejen de ser poco menos
que una pasarela escénica y algo teatrera de un museo ambulante que hablaba de
antiguas creencias, para que de nuevo vuelva a convertirse en la expresión pública
de la fe de un pueblo. Es nuestro privilegio, el de este pueblo creyente.
+
Antonio Gómez Cantero
Obispo
de Teruel y Albarracín
¡QUE
NO SON LUCIÉRNAGAS!
Terminamos las largas procesiones en la noche, con nuestros
candiles encendidos, cera e incienso, arrastrando nuestra penitencia, al ritmo
de los tambores, ocultos bajo el anonimato de una capucha de verdugos, todos
somos reos y verdugos, todos –aunque muchos no lo sepan– buscadores de Dios en
la noche de este largo sábado santo que es la misma historia y la propia vida,
siempre peregrinos de la luz.
Y la humanidad, tozuda en sus quehaceres, recreando guerras,
martirizando inocentes, reventando la poca paz, la poca luz, la poca justicia,
la poca verdad, que a veces arañamos y que como cachorros sedientos nos
empeñamos en sacar la última gota empujando insistentemente la ubre de la
felicidad, cuando ya no queda nada. ¡Qué vacío, que horror, que noche tan
larga!
Y seguimos hurgando ente los escombros y entre los cadáveres
de nuestros hermanos destrozados, en búsqueda de un poco de luz. Muchas veces
nos contentamos con luciérnagas, esos escarabajos noctámbulos y sus larvas, los
gusanos de luz, que disfrutan en la humedad obscena de la desolación. A pesar
de ser hijos de la Luz, nos estamos acostumbrando demasiado a nuestras propias
cegueras sin que nadie nos grite en la plaza pública que no estamos hechos ni
para las tinieblas ni para la muerte.
Y mientras mostramos el martirio del inocente, injustamente
condenado, también hay personas en las aceras que se quedan mirando el
espectáculo, televisado en directo para todo el mundo, mientras instintivamente
alimentan a sus hijos con pipas y golosinas. Como en nuestras procesiones se
han puesto al margen del sufrimiento ajeno por propia voluntad, inconscientes
de que los próximos pueden ser ellos. Ya no sé si tan sólo somos vagabundos
buscadores de luciérnagas.
Pero, cuando estalla la primavera, los que provocaron tan
insistentemente la muerte, sólo se encontrarán con el sepulcro vacío. Es curioso, cuando todos estaban desolados
por la pérdida, Cristo se presenta en medio de ellos como Luz y Paz, nunca se
ha podido decir tanto en dos monosílabos.
Y ellos, ciegos como nosotros, se empeñaban en que la
resurrección eran fábulas de mujeres o que habían visto un fantasma. ¿Por qué
cuando estamos tan necesitados de luz, como ellos, cerramos todas las puertas y
ventanas? ¿Por qué nos negamos a dar crédito de lo que vemos, como ellos? Por
miedo, por prejuicios, por falta de espíritu… como ellos.
No hablo de luciérnagas en la noche, sino de la única
detonación que ha valido la pena, la explosión de la Luz y de la Vida. Los
creyentes en Cristo Resucitado, nos debemos de mantener, ocupar y preocupar por
la cultura de la Vida, es lo nuestro. Los creyentes en la resurrección debemos
superar las angustias, las soledades, los abandonos, las huidas, las traiciones…
después de tanta Pasión ¿quién se atreve a dedicar tanto tiempo y tanto
esfuerzo a vivir la resurrección? Ya sin capuchones, sin antifaces que nos
oculten, sin ritmos insistentes de tambores… ¿Quién se atreve a dar la cara? No
os dais cuenta que si sólo ponemos hincapié, si nos entregamos del todo, en los
Getsemaní y en los Calvario, ¿no nos estamos significando demasiado? ¿Quién va
a creer en nuestra fe si sólo nos
mostramos los días de pasión y muerte?
Hoy, la mañana del día primero, todos los cristianos debíamos
manifestar públicamente la alegría de nuestra fe. Porque no somos cristianos
por la noche del huerto, ni por el prendimiento, ni por los azotes, ni por el
despojo, ni por la piedad o soledad de María, ni por la corona de espinas, los
clavos o la cruz… todo eso está de paso. Somos cristianos por la resurrección
de Cristo, como el primero en vencer a la muerte y nosotros en él. El resto,
sino es preparación para lo fundamental,
roza el espectáculo.
¡Feliz Pascua de
Resurrección!
¡Ánimo y adelante!
+
Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y
Albarracín
SENTIMIENTOS
Y MIRADAS
Llevo unos días dando vueltas por las calles mirando de reojo
a la gente que pasa a mi lado. Alzo la vista a las fachadas intentando escrutar
cada ventana, cada balcón, que guardan sigilosamente la vida de unas personas
desconocidas para mí. Y pienso, qué me une a cada uno de estos individuos,
dónde está el nexo de unión con cada uno de ellos, qué sé, qué viven, sufren,
gozan, esperan, quizás muy diferentemente a lo que yo espero, gozo y sufro.
Ahora llega la Semana Santa y estoy expectante, no tanto por
los pasos de las procesiones, sino por los que cargan con las peanas y los que
les acompañan, porque lo que realmente me importan son las personas. Sé que
bajo las imágenes y a su alrededor hay siempre alguien que vive con intensidad
el misterio de Dios. Quizás no sepa expresarlo, quizás siga la tradición de sus
mayores, pero las miradas se cruzan en un diálogo intenso de preguntas
calladas: ¡Señor, que comprenda!
Esas ventanas y balcones, que observo con disimulo todos los
días, se llenarán de curiosos que vienen a ver el espectáculo, pero también de
ancianos, enfermos o niños que contemplan el dolor de la Madre o el sacrificio
del Hijo, pensando en ese momento en su propia historia, fijando en ellos la
mirada y lanzando una palabra de súplica o de perdón. Los más pequeños se
quedan fascinados porque olfatean los sentimientos de sus mayores y absortos
casi no respiran y rompiendo el silencio
hacen una pregunta contenida: ¿Mamá, por qué lo han matado?
En la calle, seguramente, alguna de las personas con las que
me cruzo todos los días, procesionan, pero permanecen en el anonimato bajo una
tela que les cubre el rostro; no por vergüenza, sino a la manera de los
antiguos verdugos que acompañaban al reo al suplicio. Muchas veces no nos damos
cuenta que nosotros somos el verdugo, de nuevo, como aquel primer viernes,
víspera de la Pascua judía. Algunos, descalzos, intentan aplacar los latidos acelerados de su corazón, porque
saben que el reo no tiene culpa: ¡Otro inocente más a mis espaldas!
Hay
otros, en las aceras, que somos el margen del cauce procesional. La belleza de
la puesta en escena no nos saca de nuestra indiferencia y eso que nuestras
procesiones están cargadas de tragedia: injusticias, abandono, negaciones,
dolor, sangre, humillaciones, golpes, soledades, lágrimas y muerte. Pero
miramos todo con la serena ecuanimidad de nuestro cuarto de estar: las pateras,
los cuerpos destrozados, los pueblos humillados, las personas abandonadas, y
los grandes ojos de los ancianos y los niños con una mirada suplicante, que nos
traspasan hasta el alma, pidiendo no ya justicia, sino misericordia. Y quizás,
en la acera, oigamos la voz de un joven turista: ¡Papá, vamos ya, que me
aburro!
+
Antonio Gómez Cantero
Obispo
de Teruel y Albarracín
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