La Epifanía del Señor no es un mero complemento del acontecimiento navideño.
Es una gran solemnidad, verdaderamente ecuménica.
Es la manifestación del Enmanuel al mundo, no como perteneciente al pasado, sino como actual y permanente.
El Hijo que nos ha sido dado está destinado a ser "Luz para todos los pueblos".
El inspirado y exultante pregón de Isaías, primera lectura, la Iglesia lo escucha como dirigido a ella: "¡Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti".
También: "Levanta la vista en torno a ti, mira: todos esos se han reunido, vienen hacia ti; llegan tus hijos desde lejos, a tus hijas las traen en brazos".
La vocación de los gentiles a la fe es constitutiva para la naturaleza misionera del pueblo de Dios que, simbolizada como primicia en los magos, es un pueblo que camina, "guiado por la estrella de la fe, para contemplar en el Reino consumado la hermosura infinita de Cristo" (oración colecta del día).
En este peregrinaje sale al encuentro de la humanidad todavía "sin-Epifanía", para la cual Cristo es el "gran desconocido".
Lo hace para abrirles la puerta y llevarlos hacía Él, para que se unan al gran peregrinaje del pueblo santo de Dios.
Toda la Liturgia de la Epifanía es resplandeciente de luz pascual.
La Epifanía es la celebración siempre nueva y actual de la manifestación de Dios a nosotros, como canta el Invitatorio de la solemnidad: "A Cristo, que se nos ha manifestado, venid, adorémosle".
La Epifanía del Señor, con su valor ecuménico y pascual, debe celebrarse con profusión de luz y de canto, tanto la Misa como la Liturgia de las Horas.
Después de Pascua es la solemnidad que sigue en importancia: así es vivida en la tradición de la "unam sanctam".
Misa: Is 60, 1-6; Sal 71, 1bc-2. 7-8. 10-11. 12-13; Ef 3, 2- 3a. 5-6; Mt 2, 1-12
Mateo es un gran teólogo y la narración de los magos es "Evangelio, anuncio de salvación", hecho relato.
Los magos representan los paganos, que descubren, por la fe y escrutando los cielos, que la luz que han visto en el oriente, "anatolê", se manifiesta en el niño Jesús nacido en Belén.
El oriente es el lugar del nacimiento de la luz, "oriens ex alto".
Cuando lo encuentran, su alegría es "inmensa y cayendo de rodillas lo adoraron".
Cuando los magos llegan donde está el Niño, tienen la certeza de que han llegado al lugar donde tenían que llegar, de estar finalmente donde el corazón los llevaba, de estar en casa.
Con sus dones anuncian la realeza del Niño: entre estos obsequios, destaca la ofrenda de la mirra, que significa ya la sepultura real del Mesías y, con ésta, el Misterio de la Pascua.
El acontecimiento es claramente simbólico: anuncia y preludia la elección de los paganos, más de una vez Jesús encontrará en ellos una fe más grande que la de Israel.
La lectura de Isaías es una verdadera oda de Epifanía.
La Iglesia, Jerusalén, no tiene luz propia, pero ahora ha llegado su luz y ha amanecido sobre ella "la gloria del Señor".
Por esta razón, únicamente por esta razón, la Iglesia puede contemplar cómo los pueblos "caminan a su luz, al resplandor de su aurora".
Se trata del nuevo pueblo de Dios, elegido entre todos los pueblos de la tierra, de la que los magos son las primicias.
Pablo lo anuncia solemnemente en la segunda lectura: "los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo, y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio".
La Iglesia de Cristo en la fe ve la estrella que resplandece en Cristo y cómo su claridad resplandece en el mundo entero.
La estrella es Cristo: "la estrella de la mañana (Ap 2,28; 22,16), la estrella de Jacob" (Núm 24,17) y la estrella fulgurante o "relámpago de la parusía" (Mt 24,27)
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