El Tiempo ordinario no es de ninguna manera un tiempo débil o menos intenso con relación a los tiempos que el lenguaje litúrgico actual indica como "fuertes", Adviento, Cuaresma y Pascua.
Que no sea un tiempo fuerte, según la terminología en uso, no quiere decir que sea un tiempo de menor intensidad.
Los tiempos fuertes no debilitan este período del Año litúrgico.
Al contrario, el Tiempo ordinario se convierte en un tiempo intensísimo de la vida cristiana.
En este tiempo no se celebra ningún misterio particular de Cristo, cada Domingo se celebra su gloriosa Resurrección, escuchando la Palabra y repitiendo la Fracción del Pan: de este modo vamos contemplando el Misterio de Cristo y configurando la vida cristiana.
La sucesión del primer día de la semana, el Domingo, "Día del Señor", constituye lo más determinante y sustancial en el culto cristiano.
El ciclo semanal es previo al ciclo temporal e, indudablemente, es de tradición apostólica: pertenece a lo que la Iglesia ha recibido de su Señor y que ha celebrado siempre y en todas partes, "semper et ubique". La importancia de este período del año para el crecimiento de la vida espiritual cristiana puede constatarse en el hecho de que este tiempo abarca la parte más extensa del Año litúrgico.
Los Domingos del Tiempo ordinario son motivo para profundizar en la Liturgia de la Iglesia.
La comunidad eclesial debe saber realmente lo que hace cuando celebra los Santos Misterios.
Sabe que se reúne en obediencia a la Palabra del Señor y que cada Eucaristía es una manifestación del Señor de la gloria, y humildemente acoge su presencia.
Sabe también que es presidida por quien, gracias al ministerio del orden sacerdotal, se ha identificado con Cristo Cabeza, por lo que puede saludar a la asamblea como el Señor Resucitado; y como en la Sinagoga de Nazaret, sabe que todos los ojos están puestos en el Señor que proclama la Palabra.
Abrimos el "Libro de la vida" y escuchamos las palabras del Señor.
Las escuchamos como palabras referidas a nosotros, como relatos abiertos que nos incluyen.
Elcristiano conoce, ama y vive tanto la Palabra del Señor que él mismo debe formar parte del paisaje y del paraje del Evangelio.
Nos ponemos de pie para escuchar el Evangelio y cantar el "aleluya": significa que lo que vamos a escuchar es la Palabra del Señor Viviente.
San Gregorio enseña: "La Palabra de Dios es glorificada cuando es predicada y orada, y sobre todo cuando es vivida y germina en el corazón".
El don inestimable de la Palabra divina, las riquezas inagotables que esconde, la necesidad que de ella tiene la persona humana como luz para su camino existencial y alimento de la vida espiritual, la dificultad de su inteligencia limitada ante la sabiduría infinita que habla en estas páginas, hacen necesario el esfuerzo sincero y el afán generoso en el estudio y en la meditación de éstas.
La experiencia del predicador es gratificante si su predicación no busca el protagonismo, si realmente adquiere el tono del Buen Pastor que enseña pacientemente los misterios del Reino, consciente de la limitación de su palabra y de la perentoria necesidad del don de Dios, el único que puede hacer germinar la Palabra que predica.
El Espíritu sopla siempre cuando se proclama la Escritura, y permite que las palabras de la predicación sean vivas.
También por el Espíritu, los significados de la Escritura adquieren un relieve infinito, siempre nuevo, como un horizonte vastísimo de montañas, abierto totalmente.
¡Esto indica hasta qué punto los lectores han de ejercer el ministerio con unción y preparación!
¡Hasta qué punto la predicación debe ser preparada y debe nacer de la oración ardiente y de la contemplación de la Palabra!
La Liturgia de la Palabra debe ser realizada con el máximo respeto.
Durante esta Liturgia nada debe distraer.
Sólo hay el canto gozoso del Salmo y la atención pura.
Hemos de permanecer a los pies de Jesús, escuchándolo como María, y sabiendo que las palabras que recibimos son nuestra vida y para la vida.
Uno podría pensar que el Año litúrgico es un ciclo cerrado que se repite de año en año.
No porque se repita es lo mismo. El memorial que celebra, durante los tres ciclos, A, B, C, son las maravillas de salvación realizadas por Dios en Jesucristo: así pues, el Año litúrgico no mira al pasado, mira al presente y al futuro.
Está orientado hacia un término: la venida del Señor en Gloria, al final del tiempo, y del tiempo de cada uno, que es la muerte.
Toda la vida cristiana está orientada hacia el retorno de Cristo y este deseo de encontrarse con Cristo y cara a cara con Dios, requiere que el cristiano enriquezca progresivamente su fe, su vínculo con Dios, es decir, una conversión permanente.
El Tiempo ordinario ofrece esta posibilidad y nos invita, en fidelidad al Evangelio, a morir a todo lo que obstaculiza la libertad que Cristo inauguró en la mañana de Pascua.
La celebración continua del Domingo, día del Señor, en el tiempo en el cual no celebramos ningún aspecto particular de su misterio, no deja de ser una llamada permanente a la conversión y a la recepción de la gracia que puede convertirnos.
Únicamente ella puede convertirnos.
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