La Cuaresma es sobre todo un itinerario catecumenal.
Sólo desde la clave de la celebración de los "Sacramentos de la Iniciación", ya sean recibidos, catecúmenos, o renovados, fieles, en la Noche de Pascua, se comprende el guion de la disposición del Leccionario, el rezo de los Salmos y la rica eucología del Misal y de la Liturgia de las Horas para este tiempo, realmente fuerte.
Tanto los catecúmenos como los fieles deben participar en el Misterio de la Muerte y de la Resurrección del Señor.
Es un morir a la condición de la humanidad del primer Adán, destinado a la muerte, y resucitar con Cristo con una humanidad nueva, destinada a la vida eterna, con la recepción de la gracia y de la vida de Dios.
La clave está en la epístola de la Vigilia Pascual, la gran catequesis de Pablo sobre el Bautismo.
A excepción de santa María, todos los santos son pecadores convertidos a Jesucristo.
Uno jamás es del todo cristiano, sino que "se va haciendo cristiano" en la medida que abre su existencia a la gracia de Dios, "christiani non nascuntur, fiunt".
San Ignacio de Antioquia, cuando lo llevaban al martirio, exclamó: "Ahora empiezo a ser discípulo de Cristo".
Ser cristiano es un comenzar siempre.
La vida cristiana jamás es acumulativa: tiene sus progresos, también sus regresiones.
San Gregorio de Nisa predica: "El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce" (Hom. in Cant., 8).
Una nueva Pascua significa un nuevo comienzo a lo largo de toda una vida.
Toda la pastoral de la Cuaresma debe ordenarse primordialmente a una recuperación de la conciencia bautismal de los creyentes y a su pertenencia a la Iglesia, como comunidad.
La Cuaresma, ¡se ha dicho tantas veces!, sin Pascua no tendría sentido.
Recordemos la enseñanza del Concilio Vaticano II: "El tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la Palabra de Dios y a la oración, para quecelebren el Misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del Bautismo y mediante la Penitencia; dese particular relieve en la Liturgia y en la catequesis litúrgica al doble carácter de dicho tiempo" (SC l09).
Esto marca también un itinerario penitencial, conversión personal y comunitaria, que se expresa en el arduo esfuerzo del ayuno, de la limosna y de la oración, como nos invita el mismo Señor al principio de la Cuaresma.
La conversión es siempre un don, nunca el resultado de un esfuerzo voluntarista: "Conviértenos a ti, Señor y seremos convertidos" (Lm 5,21).
Cuaresma es un tiempo de penitencia gozosa: convertirse al Señor es siempre una alegría.
Una conversión que se debe pedir y recibir como un don.
En nuestra humanidad marcada por el pecado debe emerger la humanidad nueva que nace del Bautismo, sellada por la Confirmación, alimentada por la Eucaristía y reconciliada por la Penitencia.
Todo ello bajo el signo eclesial.
Tanto para los fieles como para los pastores.
La vida cristiana y eclesial empieza siempre con el don de la conversión que es la manifestación del Espíritu Santo.
Siguiendo la tradición litúrgica, la memoria de los santos queda fuera de lugar en la Cuaresma.
Las solemnidades se reducen a dos: san José, Esposo de la Virgen, y la Anunciación del Señor.
Permanece por su antigüedad la fiesta de la Cátedra de san Pedro.
La sintonía de la Liturgia de las Horas con la Eucaristía se refuerza en el tiempo cuaresmal y nada distrae a la comunidad que se prepara para el sacramento pascual.
La Cuaresma es tiempo de conversión, renovación perfectiva de la vida cristiana, de escuchar la Palabra de Dios, de permanecer en la oración y en la práctica de las obras de misericordia, de perseverar en el ayuno como signo de ascesis de lo superfluo y para expresar que tenemos hambre de Dios.
Y todo bajo el signo de la Cruz.
Todos estos temas se encuentran en la proclamación de la Palabra, en la austera eucología litúrgica y en la oración cristiforme de los Salmos.
Es una buena costumbre que el cristiano se sienta llamado e invitado a la celebración cotidiana de la Eucaristía, como mínimo en los días fuertes de las ferias cuaresmales: losmiércoles y los viernes.
También se recomienda la participación en la Liturgia de las Horas, especialmente las I y II Vísperas del Domingo.
La dimensión eclesial no puede dejarse de lado.
No es cada uno, sino toda la Iglesia, concretada en cada lugar o comunidad, quien tomando conciencia de sí se convierte al Señor y quiere vivir la profunda "metanoia", cambio de mentalidad.
San Juan Crisóstomo predica que toda la Iglesia, a manera de navío, se pone en rumbo hacia el puerto de la Pascua.
Uno no se convierte solo, sino con los hermanos y hermanas, ayudándose mutuamente y orando unos por otros.
En este sentido, el mensaje anual del Papa para la Cuaresma, también de los respectivos obispos locales, son importantes.
La dimensión social, el servicio y la preocupación para los pobres y marginados, está incluida en la Liturgia cuaresmal, forma parte de su esencia.
El amor a los hermanos es lo que autentifica la Liturgia cuaresmal.
Los mensajes que los Sumos Pontífices dirigen a toda la Iglesia acentúan la dimensión de caridad y de solidaridad con los más pobres.
Esto es lo que determina fundamentalmente el ayuno cuaresmal.
Nadie puede decir que la Cuaresma no es algo serio o que no pertenece al espíritu de la época.
Nadie lo puede afirmar, porque el Mal, dentro y fuera de la Iglesia, es real, es lo densamente real.
Las oraciones venerables que encontramos en el Misal y las exhortaciones de las Escrituras y de los Padres comunican que el cristiano debe luchar contra el Mal: es el "combate de la fe".
Lo mundano encuentra espacio en la vida de la Iglesia en lo ideológico, que en el fondo son sólo palabras que pueden estar presentes en el corazón de todos.
Los cristianos no somos mejores que los demás: podemos ser lujuriosos y ávidos de dinero, que es una idolatría, y podemos ser muy poco solidarios.
Y si la Ley del Mal es "siempre más", cada Cuaresma debería ser "un poco menos" de todo aquello que se opone a la voluntad de Dios en nuestras vidas.
La celebración del Sacramento de la Penitencia al final de la Cuaresma debe ser altamente significativa y urgida.
Es el abrazo del Padre que espera al hijo, le restablece el anillo de hijo, y lo calza, como signo de que ya no es esclavo, sino hijo, antes de sentarle a la Mesa del Banquete.
Es la "oveja perdida", finalmente hallada.
La Iglesia, recorriendo cada año los cuarenta días Cuaresmales, durante los cuales vive el combate espiritual contra las fuerzas de este mundo, sabe que en el fondo su peregrinación siempre tiene esta dinámica: de Pascua en Pascua, hasta la Pascua definitiva.
Se requiere un poco de valor para entrar en la Cuaresma.
Es entrar en el "tiempo del deseo", paso a paso con Cristo.
Entrar en su camino de amor, de muerte y de gloria.
Un camino que debemos transitar a la luz de la Palabra.
Hay que adentrarse en esta gracia de renovación.
Un camino por el que la Iglesia, con su sabiduría materna, marca los pasos: tanto para los catecúmenos que caminan hacia el Bautismo, como para los fieles.
Y lo hace paulatinamente, Domingo tras Domingo.
Todo ello se realiza en una Liturgia desarrollada por la mediación necesaria de Jesucristo, el Señor Resucitado, y con la continua presencia, vivificante y santificadora, del Espíritu de Dios.
Cuaresma es la Iglesia en éxodo, hacia la Pascua, como canta bellamente el Prefacio V: "Tú abres a la Iglesia el camino de un nuevo éxodo a través del desierto cuaresmal".
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