Pentecostés es la plenitud de la cele bración de Pascua.
Es la Pascua consumada y continuada, perenne.
Pentecostés es el último día de la fiesta, el día que hace cincuenta después de Pascua.
El último día es la memoria del Don del Espíritu Santo.
Los santos Padres enseñan que Cristo ha sufrido pasión y muerte y ha Resucitado "para entregar el Espíritu".
Santo Tomás dice que, dando el Espíritu, Dios no da un don inferior a sí mismo, sino que se da a sí mismo.
El Espíritu convoca la Iglesia, la une en la diversidad y le regala los dones de la unidad, de la santidad y de la apostolicidad.
Desde el primer Pentecostés, Cristo, Sacerdote eterno, es quien invoca incesantemente el Espíritu sobre la Iglesia.
El Espíritu es también el artífice de los sacramentos.
Del mismo modo que vivifica el pan y el vino para que sean el Cuerpo y la Sangre del Señor, vivifica el libro de la Escritura para que sea Palabra viva para nosotros.
Dentro de nosotros, en el corazón de cada creyente, es agua viva e impetuosa que clama: "Ven al Padre"· (San Ignacio de Antioquía).
Por Él entramos en la comunión trinitaria ya en este mundo, aunque todavía no se ha manifestado la gloria de los hijos e hijas de Dios.
Mucho más: la Liturgia es la obra conjunta del Espíritu y de la Iglesia.
Sin el Espíritu no hay Liturgia cristiana.
"El amor de Dios ha sido derramado en nuestros co razones" (Rom 5,5).
Este mismo amor nos lleva siempre a los pobres: no sin razón, la Secuencia invoca al Espíritu como "Padre de los pobres", "Pater pauperum".
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