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domingo, 2 de noviembre de 2025

FIELES DIFUNTOS

En la celebración de la Eucaristía, la   Iglesia hace memoria de los fieles difuntos y le place pronunciar sus nombres junto a la oblación del Señor en el  interior de la "anáfora".

¿Quién no recuerda las palabras de santa Mónica:  "Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, donde quiera que os ha llareis, os acordéis de mi ante el altar del Señor"?      (San Agustín, "Confesiones 9,9,27).

La conmemoración de hoy es    universal, es la de  todos los fieles difuntos por los cuales se celebra la Eucaristía   a manera de sufragio, se reza el Oficio de difuntos y se practica la caridad.

La limosna en memoria de los difuntos, ya sea como estipendio  o donación a los pobres.

Es costumbre cristiana y forma  parte de la Liturgia.            

La madre Iglesia recuerda con amor y oración a sus hijos e   hijas para que su intercesión, unida al sacrificio de Cristo, sea para ellos plenitud de la vida eterna, que recibieron en   el Bautismo.

Si su conversión a la vida nueva no fuese completa en la tierra y necesitaran una purificación más radical para que la vida eterna se manifestase en ellos, la Iglesia "en la comunión de los santos" intercede por ellos.

Orar por los difuntos es un acto de amor.

La liturgia de hoy tiene una dimensión de universalidad en favor de todos los difuntos, incluso de los que nadie hace memoria.

En este sentido, la antífona de entrada en la Misa es realmente impresionante: "Dios, que resucitó de entre los muertos a Jesús, vivificará también nuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en nosotros".

 

Formulario I.

Lam 3, 17-26 (o bien: Rom 6, 3-9); Sal 129, 1b-2. 3-4- 5-6. 7. 8; Jn 14, 1-6

 

El dolor por la muerte de los seres queridos se convierte en lamento en la primera lectura.

En el libro de las   Lamentaciones se expresa el dolor y     abatimiento, "ya no recuerdo la dicha"; sin embargo, desde el dolor, el orante quiere traer a su memoria que "la misericordia  y la bondad de Dios se renuevan cada mañana".

El cristiano sabe cuál es esa mañana: es el alba del Domingo de Pascua, la aurora de la Resurrección.

Una alborada que el centinela ansioso espera, Salmo responsorial.

Es el alba de un día sin ocaso ni noche: un "hoy" eterno, un día que no queda remplazado ni por un ayer ni por un mañana.

Un día sin fin que participa de la eternidad divina.

La muerte provoca siempre un gran silencio a su alrededor, todas las palabras humanas fracasan ante la experiencia de la      muerte, únicamente la Palabra del Señor   puede romper este silencio con su Palabra.

Una Palabra que en el Evangelio nos dice: "No se turbe vuestro corazón, creed en Dios, creed en mí. En la casa de mi Padre hay    muchas estancias".

Jesús ha muerto y ha resucitado para prepararnos un lugar junto   a Él.

Tenemos lugar reservado para cada   uno en el cielo.

Con esta esperanza recordamos y oramos por los difuntos, que nos  han precedido con el signo de la fe.

 

Formulario II.

Rom 8, 31b-35. 37-39; Sal 14, 5-6; 115, 10-11. 15-16a y c; Jn 17, 24-26

 

En la primera lectura, del gran capítulo 8 de la carta a los Romanos, se escuchan las palabras  casi entusiastas del Apóstol: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?"    Nada ni nadie, tampoco   la muerte temporal.

Sólo el pecado nos  puede separar de Él, en este mundo y en      el otro.

Y, sin embargo, la condenación  definitiva sería mermar la salvación de Cristo,  que siempre intercede por nosotros.

Nadie puede estar seguro de su salvación o condenación, pero todos debemos confiar en el Señor que ha dado la vida por nosotros, y vivir en la confianza y en el temor de Dios, que excluyen todo miedo.

El salmista, lleno de fe, exclama en el Salmo 114, con plena confianza: "Mucho le cuesta al  Señor la muerte de sus fieles".

Es lo mismo que el Señor Jesús expresa en su    oración sacerdotal: "Deseo que estén conmigo donde yo estoy".

Es en este deseo de   Jesús, un deseo divino, que conmemoramos a los difuntos.

Y nuestras lágrimas, justificadas porque nos querían y les queríamos, están  empapadas de esperanza.

 

Formulario III.

Rom 14, 7-9. 10c-12; Sal 102, 8 y 10. 13-14. 15-16. 17-18; Mt 25, 31-46

 

"Ninguno vive para  mismo y ninguno   muere para sí mismo".

Con estas palabras, el Apóstol afirma que nadie debe  la propia existencia a  mismo:  la recibe  siempre de Dios.

Tampoco nadie puede     disponer de su propia muerte.

Pero quiere decir más: la existencia es recibida del Señor que murió  y resucitó por nosotros    y con ello expió nuestra culpa y el impedimento de participar de la vida de Dios.

La perspectiva de la existencia humana   como final último no es la nada, sino     Dios mismo, delante del cual, recuerda   el Apóstol, todos debemos comparecer.

Nuestra existencia ha sido amada por   adelantado por el Señor que ha dado la   vida y, por eso, "tanto si vivimos como si   morimos", somos de Él.

Debemos comparecer ante Dios para dar cuenta del amor vivido.

Realmente vivido y expresado en el sacramento del hermano, tal   como anuncia el gran texto del capítulo 25 de Mateo.

Lo realmente impresionante y digno de ser considerado es que los que amaron e hicieron el bien a uno de estos hermanos pequeños, no se enteraron de que lo   hacían al mismo Señor.

En la Iglesia, a excepción de la Bienaventurada Virgen María, todos somos pecadores convertidos a Jesucristo y, por eso, debemos rezar por        los difuntos.

El Salmo 102 es un canto a la ternura divina que "conoce nuestra masa y      se acuerda de que somos barro".

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