Con la gracia de Dios que
recibimos abundantemente en los Sacramentos, en la oración y en el trabajo
hecho cara a Dios, nos vamos asemejando a Cristo, pasaremos por el mundo de un
modo parecido al de la Virgen, a quien llamamos Rosa Mística.
Tal vez porque la rosa nos
parece la más noble entre las flores, ya que goza de una prestancia singular;
reclama nuestra mirada ávida de sencilla belleza y desprende un gratísimo
aroma. Pero la rosa que admiramos no es la silvestre.
Nadie siente especial
interés al mirar o al coger una rosa silvestre. Se ha requerido un arte
laborioso y refinado para obtener la rosa blanca o roja, o polícroma, que
embellece los jardines. Ésta sigue vinculada a las otras rosas inferiores y
poco observadas, pero destaca por su encanto. La Virgen ha nacido del seno de
la humanidad; su origen no es otro que el nuestro; su sangre es nuestra sangre;
nos resulta en extremo familiar. Pero su dignidad nos supera infinitamente. Se
diría que durante una eternidad y luego durante siglos, el Creador ha ido
preparándolo todo, cultivando una rama determinada de la humanidad, para que de
la raíz de Jesé naciera este brote, esta Rosa delicada, sencillísima, noble y
humilde.
María es una Rosa que
exhala, ya desde su nacimiento, el buen aroma de Cristo, del que habla san
Pablo; el delicioso perfume que vendrá después y que habrá de inundar hasta el
más recóndito lugar del universo. Es el aroma que, sin saberlo, está pidiendo a
gritos el mundo enrarecido, contaminado de intenciones sórdidas que quieren
inundarlo todo con su pestilente olor.
Pero tenemos el Evangelio
para salvar al mundo si, pegados a Cristo, con María, nos impregnamos de su
aroma. No debe importarnos -al contrario- que nuestra vida contraste con la de
los paganos o paganizados. Es cuestión de vida o muerte. El futuro temporal y
eterno de la humanidad está, de hecho, en buena medida, en nuestras manos. Como
estuvo “todo lo remotamente que se quiera” en el amor de los padres de la
Virgen. Como estuvo en los labios de nuestra Madre antes de decir su fiat; como
estuvo en las manos de aquel puñado de doce hombres que siguieron tan de cerca
a Jesucristo.
La mujer podrá entender
mejor lo siguiente: el Señor te ha tenido en su mente desde la eternidad. Ha
pensado en ti como en una rosa semejante a su Madre; como una rosa plantada en
su jardín, nacida no al azar como las flores silvestres, sino por voluntad
expresa y amorosa de Dios, por una secreta esperanza divina. Todos los padres
guardan una secreta y gran esperanza cuando les nace un hijo. Dios no es menos.
El Señor espera de ti que
en medio de la muchedumbre, siendo enteramente igual a los demás, despidas un
aroma purificador: el aroma de Cristo. Para que cuando alguien pase por tu lado
o se cruce en tu camino, se encuentre respirando aire limpio y generoso, y sepa
lo que es bueno, y se sienta confortado y ya no quiera aspirar otro aire, y
abandone los ambientes sórdidos y se convierta él en difusor de aire puro y
vivificante. Hay que ir infundiendo bocanadas de ese aire puro que oxigene el
ambiente, que lo vaya purificando y que, por lo menos, el contraste pueda ser
advertido.
Has de hundir tus raíces en
Cristo; tienes que vivir de Cristo, como el Apóstol; como las rosas viven de
las sustancias que obtienen de la tierra buena. La Confesión sacramental, ¡cómo
purifica! Y la Eucaristía, cómo nos arraiga “nos encarna” en Cristo. Ahí sí que
podemos impregnarnos de su aroma. Y luego, ¿quién podrá enseñarnos mejor a
vivir de Cristo, por Cristo y con Cristo, que María, Rosa Mística, que Dios la
quiso como Madre suya. También para dárnosla como Madre nuestra. «He ahí a tu
madre», nos dijo desde la Cruz. «Y desde aquel momento el discípulo [Juan,
todos nosotros] la recibió en su casa». Palabras que ahora encienden luz
intensa y poderosa en nuestra mente, y nos permite entender que si nos llamamos
discípulos de Jesús, hemos de acoger en nuestra casa, en nuestro corazón, a
Santa María.
Ella purificará y pulirá
nuestro corazón como joya de muchos quilates, y conseguirá meter a Jesús en
nuestros pensamientos, en nuestros afectos y quereres, en nuestras palabras y
en nuestras obras. «Con Ella se aprende la lección que más importa: que nada
vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las
maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no
arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del
amor interminable en nuestra definitiva Patria»
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