14
DE AGOSTO
FRANCISCANO,
MÁRTIR DE LA CARIDAD

De él dijo Juan Pablo II
que «hizo como Jesús, no sufrió la muerte sino que donó la vida». Poco antes de
la invasión de Polonia, el santo había escrito: «Sufrir, trabajar y morir como
caballeros, no con una muerte normal sino, por ejemplo, con una bala en la
cabeza, sellando nuestro amor a la Inmaculada, derramando como auténtico
caballero la propia sangre hasta la última gota, para apresurar la conquista
del mundo entero para Ella. No conozco nada más sublime». Dios le tomó la
palabra.
Raymond nació en Zdunska
Wola, Polonia, el 8 de enero de 1894. Sus padres, María Dabrowska, que no pudo
cumplir su sueño de ser religiosa, y Julio Kolbe, integrados en la Tercera
Orden Franciscana, le transmitieron su fe y devoción por la Virgen. De cinco
varones habidos en el matrimonio, dos fallecidos prematuramente, los tres que
sobrevivieron crecieron impregnados de la espiritualidad franciscana. En 1906
el pequeño Raymond había tenido una visión en la que María se le presentaba con
una corona blanca y otra roja cuyo simbolismo interpretó como una simbiosis de
pureza (la blanca) y vaticinio de su martirio (la roja). María Dabrowska,
conocedora del hecho, guardó en su corazón, como hizo la Virgen, esta espada de
dolor que sabía iba a ser motivo de gloria eterna para su querido hijo. Éste
asentó en la Madre del cielo su vida y quehacer apostólico.
A los 13 años ingresó en el
seminario franciscano de Lviv, junto a Francisco, su hermano mayor. Allí
acrecentaba su oración, su amor al estudio y daba pruebas de férrea vocación.
Sin embargo, la promesa de defender a María, que ambos hicieron, iba acompañada
para Raymond de la idea de las armas. Combatiría por Ella rememorando el día en
el que el monarca polaco Juan Casimiro consagró su país a la Virgen, ante la
imagen de Nuestra Señora de Czestochowa. Todo ello venía a su mente y a su
corazón porque la paz se había roto en la frontera de Lviv ocupada por los
rusos y dominio austriaco. No tardó en darse cuenta de que sacerdocio y armas
eran irreconciliables, pero se sentía llamado a engrosar las filas de los que
se disponían a luchar para defender su patria.
Hubo un momento en que
experimentó el aguijón de la duda respecto a su vocación; influyó en la
voluntad de su hermano, y los dos decidieron abandonar el convento. Pero ahí
estaba la madre, orando y velando por sus hijos, con tanta fe que llegó a
visitarlos justo en el momento oportuno. Era portadora de una gozosa noticia.
Les comunicó que iba a unirse a ellos Joseph, el menor de los hermanos, y que
ambos progenitores habían acordado dedicarse a servir a Dios exclusivamente.

Fue condenado a morir de
hambre en una cámara subterránea, el temible búnker nº 13, junto a los 9
restantes prisioneros. Él, que había escrito: «Tengo que ser tan santo como sea
posible», en esas condiciones siguió oficiando la Santa Misa con la ayuda de
algunos guardianes que le proporcionaban lo preciso para consagrar,
compartiendo rezos y cánticos con sus compañeros y alentándoles en esas crueles
circunstancias. Tres semanas más tarde era el único superviviente; el resto
fueron muriendo poco a poco. De modo que sus verdugos le aplicaron una
inyección letal el 14 de agosto de 1941. Su madre tuvo directa noticia del
martirio que estaba dispuesto a sufrir por la carta que él le había dirigido.
Pablo VI lo beatificó el 17 de octubre de 1971. Juan Pablo II lo canonizó el 10
de octubre de 1982.
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