¡Qué mujer tan encantadora
la Virgen! ¡Qué madre tan cariñosa y solícita! ¡Qué ama de casa tan atenta y
maravillosa!
Entre los muchos títulos
con los que nos referimos a María está el de Madre del Amor misericordioso. Es
la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Y Dios es amor. Dios quiso, sin duda,
escogerse una Madre adornada especialmente de la cualidad o virtud que a Él lo
define. Por eso María debió vivir la virtud del amor, de la caridad en grado
elevadísimo. Fue, ciertamente, uno de sus principales distintivos. Es más, Ella
ha sido la única creatura capaz de un amor perfecto y puro, sin sombra de
egoísmo o desorden. Porque sólo Ella ha sido inmaculada; y por eso sólo Ella ha
sido capaz de amar a Dios, su Hijo, como Él merecía y quería ser amado.
El amor no son palabras bonitas. Son obras. “El amor es el
hecho mismo de amar”, dirá San Agustín. La caridad no son buenos deseos. Es
entrega desinteresada a los demás. Y eso es precisamente lo que encontramos en
la vida de la Santísima Virgen: un amor auténtico, traducido en donación de sí
a Dios y a los demás.
Con qué sonrisa y ternura
abriría la Santísima Virgen cada nuevo día de José y del niño con su puntual y
acogedor “buenos días”; y de igual modo lo cerraría con un “buenas noches”
cargado de solicitud y cariño. Cuántas agradables sorpresas y regalos
aguardaban al Niño Dios detrás de cada “feliz cumpleaños” seguido del beso y
abrazo de su Madre.
María, la Virgen del amor,
puede llenar de ese amor verdadero nuestro corazón para que sea más semejante
al suyo y al de su Hijo Jesucristo.

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