El Espíritu Santo, como amor de Dios derramado en nuestros corazones (Rm 5,5),
santifica constantemente la Iglesia.
La santidad inaccesible de Dios se ha comunicado por el
Hijo y el Espíritu Santo a la Iglesia y al mundo.
La gracia divina ha precedido, ha acompañado y ha
transformado a los que llamamos santos y santas en la gloria.
Hoy realmente es una fiesta eclesial: se alegran la
Iglesia del cielo, primera lectura, y la que peregrina en este mundo por
los caminos de la santidad revelados por el Hijo, es decir, por las
bienaventuranzas del Reino, Evangelio.
La Iglesia, glorificada y peregrina, se une en la
Liturgia de hoy para celebrar la santidad de Dios.
El seno del Padre, comunicándose por el Espíritu Santo, entregado por el Hijo, es la fuente de
toda santidad.
Realmente debe meditarse profundamente el "Prefacio" propio para
saborear y así poder transmitir el "sensus ecclesiae" de
la solemnidad de hoy.
La solemnidad que celebra en un solo día
"los méritos de todos los Santos", ver oración col·lecta,
resplandece, como ninguna otra, con toda la gloria y la luz de la
Pascua del Señor.
Se proclama el Evangelio de las bienaventuranzas
del Reino.
Constituyen un poema divino que canta los caminos de la bienaventuranza, que será plena en el
Reino consumado.
Son bienaventurados los que eligen estos
caminos para vivir.
Pero estos caminos empiezan ya ahora, en este mundo.
La enseñanza de Jesús en el Evangelio se dirige
expresamente a sus discípulos, es decir: a aquellos que están dispuestos a
seguirle.
Son los caminos que los discípulos de Cristo deben seguir.
Las bienaventuranzas que el Señor predicó, Él las
vivió en plenitud y las cumplió con toda perfección en la Cruz.
Expresan su misión y su identidad: Él es el pobre, el no
violento, el que lloró sobre
Jerusalén y los sufrimientos de las personas, el que tiene
hambre y sed de la
justicia de Dios, hasta morir…
Él es quien trae y manifiesta la misericordia del
Padre.
Él es, como dice Pablo, "nuestra paz" (Ef
2, 14-17).
Él es el perseguido porque encarna la
justicia de Dios.
Él es "el santo y feliz Jesucristo".
No es un programa de moral
universal, son los caminos por donde deberán caminar los discípulos
del Señor.
Por esas sendas han caminado los santos.
La interpretación de las bienaventuranzas del Reino nunca
es cerrada, siempre es abierta.
Quien las vive más es quien las practica en su vida.
La santidad será siempre la donación de uno mismo, desde la "pobreza según
el Espíritu" a Dios, al Reino, a los hermanos.
Sólo en comunión con Cristo podemos transitar por
los ocho caminos de
la felicidad.
Una felicidad según Dios, no según el mundo.
No hay nada más grande en la Liturgia de
hoy que cuando los
fieles se acercan a la mesa eucarística cantando las bienaventuranzas, ver antí-
fona de comunión.
La santidad cristiana la tenemos en germen
desde el Bautismo, tal como testimonia san Juan en la segunda lectura: "Ahora
somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado
lo que seremos".
La santidad cristiana nace del amor de Dios, que
transforma la criatura a través de la existencia, va desde el
inicio, ahora ya, hasta el cumplimiento final, cuando la semejanza
con el Señor será plena y "lo veremos tal cual es".
Porque tenemos esta esperanza debemos
purificarnos y quitar de nosotros lo que no es de Dios.
Purificarse a sí mismo no puede significar otra cosa
que convertirse.
En la visión poética y simbólica del Apocalipsis se
contempla la inmensamente infinita
fiesta de las Tiendas eternas, la fiesta del cumplimiento
último de las promesas,
la gozosa "Panegyris", la fiesta total.
Participando en número de plenitud, 144.000, todos los
marcados por el Espíritu
que, junto con los ángeles, los cuatro vivientes, el
universo, y los ancianos, los oficiantes de la Liturgia celestial y terrenal,
claman: "Santo, Santo, Santo".
Todos llevan la túnica blanca del Bautismo, lavada en la Sangre del Cordero.
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