Con la antífona de entrada: "A ti levan to mi alma, Dios mío", comienza en el Rito romano la Liturgia de Adviento, también todo el Año litúrgico.
Los Ritos ambrosiano e hispano, que reflejan la tradición más primitiva, lo han iniciado dos semanas antes.
La Liturgia es una elevación del corazón a Dios, como una respuesta a la invitación del protocolo inicial del Prefacio: "levantemos el corazón" "Sursum corda", hacia donde está Cristo sentado a la derecha del Padre.
Desde allí vendrá a consumar la historia en el juicio y en la gloria: "Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad".
Sin duda, la nube significa el Espíritu Santo.
El Señor viene siempre en el Espíritu Santo.
Vino, viene y vendrá con el Espíritu Santo.
Por ello, hay que velar, lo que conlleva la oración constante.
No debemos permanecer holgazanes, como si el Señor no tuviese que venir.
Tengamos hoy presente el artículo del Credo: "Volverá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin".
El Señor nos dice en el Evangelio:
"Estad siempre despiertos, pidiendo fuer za para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre".
En pie significa permaneciendo firmes en la profesión de fe.
No es el anuncio del fin del mundo, sino el anuncio de la venida del Señor en la gloria.
Cristo viene como salvador: "Alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación".
Conviene insistir en ello.
Es el momento de la liberación, de la gran y absoluta liberación.
Cada asamblea eucarística debe expresar esta gran esperanza.
Con el Salmo 24 pedimos que el Señor nos enseñe "sus caminos", no los nuestros: son los caminos que van hacia Dios.
La oración colecta lo expresa admirablemente: "Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir acompañados de buenas obras, al encuentro de Cristo que viene".
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