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domingo, 27 de mayo de 2018

LA SANTÍSIMA TRINIDAD




La Iglesia dedica el siguiente domingo después de Pentecostés a la celebración del día de la Santísima Trinidad.

Nuestra fe no consiste, decía El Papa Francisco, en saberse el Credo y pronunciar que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nuestra fe es una experiencia de relación personal. Creemos en Dios, en Aquel que lo hizo todo por su Palabra, derramando su Espíritu y haciendo buenas y bellas todas las cosas. En la plenitud del tiempo, se mostró en su Hijo, nacido de mujer, de María Virgen.

No es pretencioso llamar a Dios “Padre” y sentirse amigo de Jesús, ni lo es vivir sumergidos en la presencia del Espíritu Santo, habitados por la gracia y por el amor divino.

Un solo Dios en tres Personas: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Aunque es un dogma difícil de entender, fue el primero que entendieron los Apóstoles. Después de la Resurrección, comprendieron que Jesús era el Salvador enviado por el Padre. Y, cuando experimentaron la acción del Espíritu Santo dentro de sus corazones en Pentecostés, comprendieron que el único Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Los católicos creemos que la Trinidad es Una. No creemos en tres dioses, sino en un sólo Dios en tres Personas distintas.

Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen la misma naturaleza, la misma divinidad, la misma eternidad, el mismo poder, la misma perfección; son un sólo Dios. 

Estando distraído en aquellos pensamientos, casi no se dio cuenta de la presencia de un niño que jugaba en la arena. Pero vio en aquel niño algo extraño que le sacó de su ensimismamiento. Vio con sorpresa que el niño hacia continuos viajes de la orilla a un agujero que había excavado en la arena. Al llegar a la orilla llenaba un pequeño cubo con agua de mar. Y al llegar al agujero lo vaciaba cuidadosamente en él. Así una vez y otra y otra. Se quedó parado mirando al chiquillo y preguntándose qué sentido tendría aquel juego. No lo podía entender. Así que, llevado de la curiosidad, se acercó al niño y le preguntó directamente. “¿Qué pretendes hacer llenando continuamente el cubo de agua de mar y vaciándola en el agujero que has hecho en la arena?”. El niño levantó los ojos, le miró y le respondió: “Quiero meter todo el agua del mar en el agujero”. Agustín se rió. “Eso es imposible” –le dijo–, “nunca lo conseguirás”. Pero el niño le respondió: “Igual de imposible que lo que tú pretendes: comprender el misterio de la Trinidad”.

Viene bien esta historia para recordar que Dios no es una teoría o idea que se estudia, se analiza y se disecciona. Dios es un misterio de amor. Se nos ha revelado como amor que crea y libera, que nos ofrece la felicidad. Así se presenta en la primera lectura, del Deuteronomio. No sólo eso. En Jesús, Dios nos ha hecho hijos suyos, nos ha hecho miembros de su familia, herederos de su gracia. Lo mismo que Jesús ha entrado en la gloria de la resurrección, también a nosotros se nos promete participar en su gloria. Y todo por puro amor nuestro. Por eso, el Espíritu de Dios nos hace gritar “Abba”, como dice Pablo en la carta a los romanos. 

Dios se nos ha manifestado como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Más allá de nuestra comprensión y de nuestras ideas, con el corazón entendemos y experimentamos que Dios es amor. Es amor entre el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Y es amor para cada uno de nosotros. Dios es amor y no puede hacer otra cosa que amar. No hay otra forma de entenderlo más que amando.

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