Los Domingos del Tiempo
ordinario deberían ser motivo para profundizar en la Liturgia de la Iglesia y
como decía el bienaventurado Juan Pablo II, terminada ya la reforma litúrgica,
ha llegado el momento de dar primacía a la profundización cada vez más intensa
en la Liturgia”.
La comunidad eclesial debe
saber realmente lo que hace cuando celebra los Sagrados Misterios. Sabe en
primer lugar que se reúne en obediencia a la Palabra del Señor y cada
Eucaristía es una manifestación del Señor de la gloria y humildemente acoge su
presencia.
Presidida por aquel que por
el ministerio del orden se ha identificado con Cristo de tal manera que puede
desear la paz del Señor Resucitado y luego como en la Sinagoga de Nazaret todos
los ojos están puestos en El Señor que proclama la Palabra.
Abrimos el Libro de la Vida
y escuchamos las palabras del Señor. Las escuchamos como palabras dichas para
nosotros, como relatos abiertos que nos incluyen.
El cristiano conoce, ama y
vive tanto la Palabra del Señor que él mismo debe formar parte del paisaje y
del paraje del Evangelio.
No es sin sentido que nos
ponemos de pie para escuchar el Evangelio y cantamos el aleluya, para
significar que lo que vamos a escuchar es la Palabra del Señor viviente.
Y las bellas expresiones de
San Gregorio: la Palabra de Dios es
glorificada cuando ésta es predicada, y orada, y sobre todo cuando la Palabra de Dios es vivida y germina
en el corazón.
El don inestimable de
la Palabra divina, las riquezas inagotables
que esconde, la necesidad que de ella
tiene el hombre como luz de su camino y alimento de la vida espiritual, la
dificultad que su inteligencia limitada
encuentra frente a la sabiduría infinita que habla en esas páginas, hacen
necesario el esfuerzo sincero, el empeño generoso en el estudio y en la
meditación de las mismas.
Es entonces que la
experiencia del predicador es gratificante, si su predicación no busca el
protagonismo, si realmente adquiere el tono del buen pastor que enseña
pacientemente los Misterios del Reino, consciente de la limitación de su
palabra y del don de Dios que es el
único que puede hacer germinar la Palabra, que es el mismo Cristo en nosotros.
Una comunidad simplemente
orante y gozosa de abrir el Libro de la Escritura. Y el Espíritu sopla siempre
cuando se leen las Escrituras, y es Él que permite que las palabras de la
predicación sean vivas y los significados de la Escritura adquieran un relieve
infinito, siempre nuevo, como un relieve
infinito de montañas, hacia un horizonte abierto siempre.
Esto implica hasta que
punto los lectores deben ejercer el ministerio, ¡con unción y preparación!
Hasta que punto la predicación debe ser preparada y debe nacer de la oración
ardiente y de la contemplación de la Palabra.
Esto nos dice hasta que
punto la Liturgia de la Palabra debe ser realizada con el máximo respeto.
Durante esta Liturgia nada debe distraer. Sólo hay el canto gozoso del Salmo y
la atención pura.
Durante la celebración de
la Palabra debemos permanecer a los pies de Jesús, como María escuchándole, y
sabiendo que las palabras que escuchamos son nuestra vida y para la Vida.
(Calendario-Directorio del
Año Litúrgico 2018, Liturgia fovenda, p. 175).
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