El Año Litúrgico empieza donde termina: no tiene fin en sí mismo. Es un ciclo nunca cerrado, siempre abierto; sabiamente dispuesto, de tal manera que su final debe coincidir con su principio.
La solemnidad de Nuestro
Señor Jesucristo, Rey del Universo, termina con la proclamación de la realeza
de Cristo.
Se inicia el I Domingo de
Adviento con el anuncio de la venida escatológica del Señor. En uno y en otro,
la perspectiva es la del Señor que viene en la gloria de su Reino.
La Palabra celebrada,
escuchada, entregada y contemplada en los cuatro Domingos de Adviento
intensifica en nosotros la gloria del Señor Resucitado que, viniendo en la
carne de su humanidad, viene ahora y siempre en la gracia del Espíritu Santo y
vendrá en la gloria del último día.
La Iglesia, como Esposa,
desea ardientemente esta venida del Señor y con el Espíritu clama
incesantemente: Ven, Señor Jesús.
Viene en la celebración de
los Santos Misterios y también en las obras que los fieles realizan en orden al
crecimiento del Reino.
Viene para habitar en
nosotros: para ser amado, conocido y celebrado.
En armonía con los demás
ciclos (A y C), el contenido de los Domingos del ciclo B es el siguiente:
I Domingo: El retorno del
Señor en la gloria y la exhortación a la vigilancia.
II Domingo: El inicio del
Evangelio de Marcos y la misión de Juan Bautista.
III Domingo: Juan Bautista,
testigo de la luz.
IV Domingo: La anunciación
a María.
El primero se abre con el
horizonte de la salvación escatológica.
El segundo y el tercero
presentan la venida del Señor tal y como fue preparada y anunciada por Juan el
Bautista.
Y el cuarto es siempre en
los tres ciclos una «anunciación» (en el Ciclo A, el anuncio a José; en el B,
el anuncio a María; y en el C, el anuncio a Isabel).
Concretamente en el Ciclo
B, en el I Domingo se proclama la parte central
del discurso escatológico de Marcos y la exhortación a la vigilancia con
la parábola del hombre que se fue de viaje y deja a cada uno encargado de su
tarea.
En el II Domingo se lee el
inicio del Evangelio de Marcos: Jesús, a quien se dan los títulos de Ungido
(Cristo) e Hijo de Dios, es precedido por la misión de Juan Bautista en quien
se cumple la oda de Isaías: "Yo envío mi mensajero delante de ti".
El III Domingo es del
Evangelio de Juan (es propio del Ciclo B completar a Marcos con el IV
Evangelio): Juan el Bautista, testigo de la luz, voz en el desierto, prepara el
camino para el Señor, al que anuncia como Aquél que ya está presente entre los
hombres, aunque desconocido.
Él es también el siervo que
no es digno de desatar la correa de la sandalia del que va detrás de él.
En el IV Domingo se
proclama la Anunciación a María como el gran Evangelio del Verbo encarnado en
el seno de la virgen de Nazaret.
Las perícopas evangélicas
van precedidas en los tres primeros domingos (en la primera lectura) por
oráculos del profeta Isaías, excepto el cuarto domingo, que es del II Libro de
Samuel, referente a la alianza davídica.
En las segundas lecturas se
ilumina la esperanza de la venida del Señor con fragmentos de las cartas de
Pablo, excepto el segundo domingo que pertenece a la II de Pedro.
Los Salmos convierten los
oráculos del profeta en oración.
En el primer Domingo el
célebre "Qui regis Israel, intende" (Sal 79) típico de Adviento.
En el segundo y cuarto los
Salmos mesiánicos 84 y 88.
El tercer Domingo,
obsérvese, se canta el Magnificat de la Madre de Dios.
La segunda lectura
explicita el texto evangélico en la predicación apostólica.
En estas cuatro lecturas se
remarca la identidad de los cristianos como los que esperan la venida del
Señor.
Son expectantes de esta
venida y, por consiguiente, la esperanza es su virtud más propia. Una esperanza
gozosa y activa por la caridad.
Es importante fijarse en
los versículos aleluyáticos, que representan una apertura gozosa y pascual al
Evangelio que se proclamará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario