SELECCIÓN
DE FRASES DEL PAPA FRANCISCO
La mirada de María recuerda
que para la fe es esencial la ternura, que combate la tibieza. Ternura: la
Iglesia de la ternura.
Mirada de la Madre, mirada
de las madres… Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la vida y vuelve tu
mirada sobre nosotros, sobre nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos
misericordiosos.
La Madre de Dios nos ayuda:
Madre que ha engendrado al Señor, nos engendra a nosotros para el Señor. Es
madre y regenera en los hijos el asombro de la fe, porque la fe es un
encuentro, no es una religión.
La Virgen lleva a la
Iglesia la atmósfera de casa, de una casa habitada por el Dios de la novedad.
Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios… Dejémonos mirar,
dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por ella.
Dios es un niño pequeño en
brazos de una mujer, que nutre a su Creador… Está en el regazo de su madre, que
es también nuestra madre, y desde allí derrama una ternura nueva sobre la
humanidad.
Dejémonos mirar.
Especialmente en el momento de la necesidad, cuando nos encontramos atrapados
por los nudos más intrincados de la vida, hacemos bien en mirar a la Virgen, a
la Madre,
Pero es hermoso ante todo
dejarnos mirar por la Virgen. Cuando ella nos mira, no ve pecadores, sino
hijos. Se dice que los ojos son el espejo del alma, los ojos de la llena de
gracia reflejan la belleza de Dios, reflejan el cielo sobre nosotros.
Jesús ha dicho que el ojo
es «la lámpara del cuerpo» (Mt 6,22): los ojos de la Virgen saben iluminar toda
oscuridad, vuelven a encender la esperanza en todas partes. Su mirada dirigida
hacia nosotros nos dice: “Queridos hijos, ánimo; estoy yo, vuestra madre”.
Esta mirada materna, que
infunde confianza, ayuda a crecer en la fe. La fe es un vínculo con Dios que
involucra a toda la persona, y que para ser custodiado necesita de la Madre de
Dios. Su mirada materna nos ayuda a sabernos hijos amados en el pueblo creyente
de Dios y a amarnos entre nosotros, más allá de los límites y de las
orientaciones de cada uno. La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la unidad
cuenta más que la diversidad, y nos exhorta a cuidar los unos de los otros.
Cuando en la fe hay espacio
para la Madre de Dios, nunca se pierde el centro: el Señor, porque María jamás
se señala a sí misma, sino a Jesús; y a los hermanos, porque María es Madre.
Dejémonos abrazar. Después
de la mirada, entra en juego el corazón, en el que, dice el Evangelio de hoy,
«María conservaba todas estas cosas, meditándolas» (Lc 2,19). Es decir, la
Virgen guardaba todo en el corazón, abrazaba todo, hechos favorables y contrarios.
Y todo lo meditaba, es decir, lo llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo
modo se preocupa por la vida de cada uno de nosotros: desea abrazar todas
nuestras situaciones y presentarlas a Dios.
En la vida fragmentada de
hoy, donde corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo de la Madre es
esencial. Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está
totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido.
Necesitamos confiarnos a la
Madre. En la Escritura, ella abraza numerosas situaciones concretas y está
presente allí donde se necesita: acude a la casa de su prima Isabel, ayuda a
los esposos de Caná, anima a los discípulos en el Cenáculo…
María es el remedio a la
soledad y a la disgregación. Es la Madre de la consolación, que consuela porque
permanece con quien está solo. Ella sabe que para consolar no bastan las
palabras, se necesita la presencia; allí está presente como madre. Permitámosle
abrazar nuestra vida.
En la Salve Regina la
llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida (cf. Jn
14,6), pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada
mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza
nuestra”.
Entonces, en el camino de
la vida, dejémonos tomar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y
los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su propia
cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se
vuelven esclavos. Cuántos, olvidando el afecto materno, viven enfadados consigo
mismos e indiferentes a todo…
Dios no prescindió de la
Madre: con mayor razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo nos la ha dado, no
en un momento cualquiera, sino en la cruz: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27)
dijo al discípulo, a cada discípulo.
La Virgen no es algo
opcional: debe acogerse en la vida. Es la Reina de la paz, que vence el mal y
guía por el camino del bien, que trae la unidad entre los hijos, que educa a la
compasión.
Tómanos de la mano, María.
Aferrados a ti superaremos los recodos más estrechos de la historia. Llévanos
de la mano para redescubrir los lazos que nos unen. Reúnenos juntos bajo tu
manto, en la ternura del amor verdadero, donde se reconstituye la familia
humana: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”.
Entonces, en el camino de
la vida, dejémonos tomar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y
los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su propia
cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se
vuelven esclavos.
En la Salve Regina la
llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida (cf. Jn
14,6), pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada
mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza
nuestra”.