Durante su último
peregrinaje a Jerusalén, el Señor predica esta maravillosa parábola.
Hace la bella comparación
del dueño de la viña que, al llegar el tiempo de la vendimia, contrata los
labradores que necesita.
Lo hace todo por su viña,
¡hasta cinco veces sale a buscar trabajadores!
Desde la primera hora de la
mañana hasta la última de la tarde busca trabajadores.
La sorpresa es que los de la última hora
cobran lo mismo, de hecho, es el trato verbal que habían hecho.
Era necesario que el dueño
cumpliera la ley santa de pagar a los trabajadores el salario del día (Lv 19,13
y par.).
Los que habían trabajado todo el día murmuran
y protestan.
El dueño no los quiere ver sumidos en el odio
y en la dureza de corazón y les habla de los demás como compañeros y no como
rivales: "Quiero darle a este último igual que a ti" (Mt 20,14b).
O también: "¿Vas a
tener tú envidia porque yo soy bueno?"
Todos tienen necesidad del
salario.
Es cierto que algunos han
trabajado más que los otros, pero no por culpa de estos últimos: sencillamente,
nadie les había contratado hasta entonces.
La generosidad de Dios no debe suscitar jamás
la envidia o la murmuración, sino la acción de gracias y la alegría fraterna.
La justicia de Dios no es humana simplemente,
es también divina: la justicia divina es la plenitud de la caridad.
La bondad de Dios para con
los demás va más allá de lo debido y merecido.
Es una justicia que
trastorna.
He aquí que los primeros que se oponen al bien
de los últimos son los verdaderamente injustos: su mirada no es divina, es
mezquina.
En la Iglesia, nadie puede decir "yo he
trabajado más que tú": lo importante es que unos y otros hayamos trabajado
humildemente en la viña del Señor.
San Pablo es sublime en la
segunda lectura: "Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia",
pero ama tanto a la Iglesia que incluso renuncia a descansar ya en Cristo,
"que es con mucho lo major" para continuar sirviendo a la comunidad.
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