SALMOS DE
JERUSALÉN
Si el Salmo 44 es el canto a
la belleza del Señor Resucitado, el Salmo 47 canta la belleza de la ciudad de
Dios que es la Iglesia, la terrena y la celestial. Es un canto vibrante,
gozoso, a la hermosura de la ciudad de Dios donde habita su gloria. San Agustín
escribió en la Ciudad de Dios que en los libros de la Biblia no “hay nada
que se refiera sólo a la ciudad terrena, si todo lo que de ella se dice, o lo
que ella realiza, simboliza algo que por alegoría se puede referir también a la
Jerusalén celestial» (La Ciudad de Dios, XVII,3,2).
“¿Quieres
saber ahora lo que es Sión? Como es sabido, Sión es la ciudad de Dios, ¿cuál es
la ciudad de Dios, sino la Santa Iglesia? De hecho, los hombres que se aman
mutuamente y aman al Dios que habita en su corazón constituyen la ciudad de
Dios. Y así como toda ciudad es gobernada por una ley, la ley de éstos es la
caridad. Esta caridad es Dios. En efecto, está escrito con toda claridad: “Dios
es caridad”. El que está lleno de caridad, está lleno de Dios, y una multitud
de personas llenas de Dios constituyen la ciudad de Dios. Esta ciudad de Dios
se llama Sión: por ello la Iglesia es Sión, y Dios es grande en la Iglesia.
Permanece en la Iglesia y Dios no estará fuera de ti. Y si Dios habita en ti,
perteneciendo tú también a Sión en cuanto miembro y ciudadano de Sión, formando
parte de la asamblea del pueblo de Dios, entonces Dios estará en ti, sublime
por encima de todos los pueblos” (In Ps 47:7)
Demos gracias con el Salmo
al Señor que ha elevado la Iglesia en medio de la historia. Es la ciudad
inexpugnable porque tiene la presencia de Dios, es el centro del mundo y el
signo del juicio de las naciones. Es en la Iglesia que recibimos toda la gracia
y es dentro de ella que proclamamos la acción de gracias.
El Salmo es una integración
de la ciudad santa en la alabanza de Israel. La gloria de Dios se manifiesta en
su ciudad y el Salmo es un himno gozoso de admiración de la “ciudad de
nuestro Dios”. La belleza de la ciudad, “altura hermosa”, es
determinada por la gloria de Dios que mora en ella. La cual es el centro del
mundo: “alegría de la toda la tierra”, “altura hermosa, “vértice
del cielo y la ciudad del gran rey.
En esta ciudad, ciudad de
Dios, resuena la alabanza de su pueblo. En la expresión: “Grande es el
Señor y muy digno de alabanza”, resuena el “Vere dignus”, “En
verdad es justo y necesario”, de la Plegaria eucarística, el himno más
grande de acción de gracias.
En la tradición de los
Padres, tal como hemos visto en san Agustín, la Jerusalén de la tierra es casi
un sacramento de la Iglesia: en ella mora Dios, ella es “su monte santo,
altura hermosa”, es el vértice donde confluyen el cielo y la tierra.
El Salmo es una bellísima
evocación de la peregrinación y de la ascensión de todos los pueblos hacia la
ciudad de Dios. Jerusalén es la ciudad del Emmanuel, “El Señor está allí”
(Ez 48, 35). Sí, la ciudad de Dios es “altura hermosa, alegría de toda la
tierra”, “exsultatio universae terrae”.
Es también “mons
sanctus collis speciosus”,
“monte santo, altura hermosa”, una montaña santa, llena de
belleza. Es la ciudad de “Jerusalén, que es la ciudad del Gran
Rey” (Mt 5,35), “estrado de sus pies” y la ciudad del gran Dios.
Es la Jerusalén del cielo de
la visión del Apocalipsis: “Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que
descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha
adornado para su esposo” (21,2).
La que canta Pablo en la
carta de los Gálatas: “En cambio, la Jerusalén de arriba es libre; y esa es
nuestra madre. Pues está escrito: Alégrate, estéril, la que no dabas a luz,
rompe a gritar de júbilo, la que no tenías dolores de parto, porque serán
muchos los hijos de la abandonada; más que los de la que tiene marido” (Ga
4, 26-27).
La Iglesia no es tan solo el
vértice del cielo sino de la tierra y el punto de intersección entre ellos. El
cielo y la tierra se encuentran en ella por el misterio de Cristo encarnado y
glorificado, presente y comunicándose en sus sacramentos. Por eso ha tenido una
gran relevancia el verso: “Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu
templo” (v.10).
Es en medio del templo, esto
es la Iglesia, donde recibimos la Misericordia de Dios manifestada en Cristo.
La recibimos plenamente en la celebración de la Eucaristía. No se trata de
meditar, sino de recibir esta Misericordia. Es “in ecclesia”, en la
Iglesia que recibimos y acogemos la Misericordia de Dios en Cristo y en el
Espíritu Santo. Es “in ecclesia”
que recibimos la Misericordia de Dios revelada en Cristo. Y la primera “ecclesia”
fue María.
Con
razón el Salmo era cantado en el “Ordo Vetus”
en el segundo nocturno del gran Oficio de la Navidad del Señor con esta
antífona transcrita. En la Liturgia de las Horas el Salmo se canta en la Hora
intermedia de la solemnidad de la Navidad del Señor, y en Laudes del jueves de
la 1ª semana.
El Don del Espíritu Santo lo
podemos encontrar en este versículo: “como un viento del desierto, que
destroza las naves de Tarsis”. Con razón este Salmo se ha utilizado en la
solemnidad de Pentecostés con esta antífona:
“Factus est repente de caelo sonus advenientis
spiritus vehementes”, “De repente, resonó un
ruido del cielo, como un viento recio”.
Es desde la ciudad de Sión,
“ex Sion” que la
diestra de Dios, llena de justicia, llega hasta el confín de la tierra.
En estas naves de Tarsís los Padres veían como el paganismo desaparecía por la
luz del Evangelio predicado con el impulso, “ruaj”,
del Espíritu Santo. Se comprende que secularmente este Salmo era utilizado en
el día de Pentecostés. También por el versículo “tu diestra está llena de
justicia”, que es el don del Espíritu “digitus
Dei”. Desde antiguo que este Salmo se cantaba el día
de Pentecostés. No en vano el lugar donde estaban reunidos los apóstoles era en
Sión, en la ciudad alta, donde la tradición, antigua y venerable, sitúa la
primera iglesia cristiana, la casa de la sala alta, de la Cena y de
Pentecostés. Desde allí “como tu nombre, oh Dios, tu alabanza llega al
confín de la tierra”, desde allí, también, “tu diestra está llena de
justicia”.
Los versículos finales
(l3-l5): “Dad la vuelta en torno a Sión, contando sus torreones; fijaos en
sus baluartes, observad sus palacios, para poder decirle a la próxima
generación: “Éste es el Señor, nuestro Dios”. Él nos guiará por siempre jamás”,
son un canto procesional, dirigido a los peregrinos que iban a Jerusalén con
motivo de las grandes festividades: “Tres veces al año me has de festejar.
Guardarás la fiesta de los Ácimos… Celebrarás también la fiesta de la Siega…, y
la fiesta de la Recolección”
(Ex 23, l4-l7).
Para nosotros es una
contemplación de la santa Madre Iglesia y evocan las palabras del Apocalipsis:
“Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la
ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios” (Ap
21,10). La contemplación de la ciudad es un acto de amor a la Iglesia.
“Dad la vuelta en torno a
Sión, contando sus torreones; fijaos en sus baluartes, observad sus palacios”.
Algunos Padres ven también en estas torres y baluartes que rodean y defienden
la ciudad a los santos que protegen a la Iglesia con su intercesión, otros la
predicación apostólica. Por eso la Iglesia Madre: “su monte santo,
alegría de toda la tierra: el monte Sión, vértice del cielo” y todas las
Iglesias locales: “las ciudades de Judá se gozan”.
La presencia de Dios en la
ciudad se transmite de generación en generación, para poder decir a la otra
generación que “Dios es nuestro Dios” y que somos un pueblo que camina
hacia la ciudad de Dios. En este largo e incesante peregrinaje de los creyentes
nos acompaña siempre el mismo Señor: “éste es el Señor, nuestro Dios. Él nos
guiará por siempre jamás”. Si Dios habita en esta ciudad, también la ciudad
“por siempre jamás” entra en la eternidad de Dios, “in saecula”.
No hay que ver en este canto
lírico de la firmeza de la ciudad, como un triunfalismo de las instituciones de
la Iglesia. Hemos ver que la Iglesia es la ciudad del Señor, es suya, sólo Él
le da consistencia. A nosotros sólo se nos pide fidelidad a la alianza y la
capacidad de acoger siempre la Misericordia de Dios, el Verbo con el Espíritu,
en nuestra vida, dentro del misterio de la Iglesia, nuestra madre.
Dios nunca abandona su
ciudad, su Iglesia, porqué Él mismo la ha fundado, con su Muerte y su
Resurrección. El misterio de la Iglesia, como la ciudad de Dios, alegría de
toda la tierra, nos llena a nosotros de gozo. Somos hijos “de la
ciudad de nuestro Dios”. Cuando el Señor vuelva verdaderamente y
manifiestamente la Iglesia será “alegría de toda la tierra”.
En el Salterio
frecuentemente el Salmo se aplica a la María, ella es la ciudad mística, donde
Dios se hizo carne. Por esta razón el Salmo entra en lo que se llama el
Salterio Mariano, es decir la serie de Salmos escogidos que la tradición aplica
a la Madre de Dios. Ella es también la muralla que circunda la ciudad y san
Efrén aplica la antiquísima oración “Sub tuum
praesidium”, “Bajo tu
protección nos acogemos, santa Madre de Dios” con el versículo del Salmo.
Salmo 47 – Himno a la gloria de Dios en Jerusalén
Ant. Grande es el
Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios.
Grande
es el Señor y muy digno de alabanza
en
la ciudad de nuestro Dios,
su monte santo, altura hermosa,
alegría de toda la tierra:
su monte santo, altura hermosa,
alegría de toda la tierra:
el
monte Sión, vértice del cielo,
ciudad
del gran rey;
entre sus palacios,
entre sus palacios,
Dios descuella
como un alcázar.
Mirad:
los reyes se aliaron
para
atacarla juntos;
pero, al verla, quedaron aterrados
y huyeron despavoridos;
pero, al verla, quedaron aterrados
y huyeron despavoridos;
allí
los agarró un temblor
y
dolores como de parto;
como un viento del desierto,
que destroza las naves de Tarsis.
como un viento del desierto,
que destroza las naves de Tarsis.
Lo
que habíamos oído lo hemos visto
en
la ciudad del Señor de los ejércitos,
en la ciudad de nuestro Dios:
que Dios la ha fundado para sie
en la ciudad de nuestro Dios:
que Dios la ha fundado para sie
Oh
Dios, meditamos tu misericordia
en medio de tu
templo:
como tu renombre, oh Dios, tu alabanza
llega al confín de la tierra;
como tu renombre, oh Dios, tu alabanza
llega al confín de la tierra;
el
monte Sión se alegra,
las ciudades de Judá se gozan
con tus sentencias.
las ciudades de Judá se gozan
con tus sentencias.
Dad
la vuelta en torno a Sión,
contando
sus torreones;
fijaos en sus baluartes,
observad sus palacios,
fijaos en sus baluartes,
observad sus palacios,
para
poder decirle a la próxima generación:
«Este
es el Señor, nuestro Dios.»
Él nos guiará por siempre jamás.
Él nos guiará por siempre jamás.
Gloria
al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como
era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. Grande es el
Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios.
Dios,
todopoderoso y eterno, que en el Cuerpo de tu Hijo Resucitado nos has dado el
verdadero Templo, no construido por manos humanes. Que la Iglesia, nueva Sión,
nueva ciudad construida por piedras vivas, se manifieste con gozo a todo el
mundo y sea la montaña donde se rompan las fuerzas del mal. Y también sea la
casa amada y venerada por todos sus hijos, donde recibimos tu amor y cantamos
tus alabanzas por los siglos de los siglos. Amén.
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