DÍA 2 DE NOVIEMBRE
La Iglesia, después de celebrar ayer la fiesta de todos sus hijos
bienaventurados ya en el cielo, se interesa hoy ante el Señor en favor de las
almas de todos cuantos nos precedieron en el signo de la fe y duermen en la
esperanza de la resurrección, para que, purificados de toda mancha de pecado,
puedan gozar de la felicidad eterna. Celebramos, pues, la victoria de Cristo, y
de nosotros con Él, sobre la muerte. Y hacemos memoria de cuantos, habiendo
compartido ya la muerte de Jesucristo, están llamados a compartir también con
Él la gloria de la resurrección. El primer prefacio de difuntos nos enseña que
«en Cristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la
certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad; porque la vida de los que creemos en el Señor, no termina, se
transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión
eterna en el cielo». Mientras nosotros pedimos por los difuntos, ellos
interceden por nosotros.
Oración:
Oh Dios, gloria de los fieles y vida de los justos, nosotros los redimidos por
la muerte y resurrección de tu Hijo, te pedimos que acojas con bondad a tus
siervos difuntos, y pues creyeron en la resurrección futura, merezcan alcanzar
los gozos de la eterna bienaventuranza. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
LA
MUERTE COMO ENCUENTRO CON EL PADRE: De la catequesis de S. S. el beato Juan
Pablo II en la audiencia general del miércoles 2 de junio de 1999.-
1.
Después de haber reflexionado sobre el destino común de la humanidad, tal como
se realizará al final de los tiempos, hoy queremos dirigir nuestra atención a
otro tema que nos atañe de cerca: el significado de la muerte. Actualmente
resulta difícil hablar de la muerte porque la sociedad del bienestar tiende a
apartar de sí esta realidad, cuyo solo pensamiento le produce angustia. Pero
sobre esta realidad la palabra de Dios, aunque de modo progresivo, nos brinda
una luz que esclarece y consuela.
En
el Antiguo Testamento las primeras indicaciones nos las ofrece la experiencia
común de los mortales, todavía no iluminada por la esperanza de una vida feliz
después de la muerte. Por lo general se pensaba que la existencia humana
concluía en el «sheol», lugar de sombras, incompatible con la vida en plenitud.
2.
En esta visión dramática de la muerte se va abriendo camino lentamente la
revelación de Dios, y la reflexión humana descubre un nuevo horizonte, que
recibirá plena luz en el Nuevo Testamento.
Se
comprende, ante todo, que, si la muerte es el enemigo inexorable del hombre,
que trata de dominarlo y someterlo a su poder, Dios no puede haberla creado,
pues no puede recrearse en la destrucción de los hombres. El proyecto
originario de Dios era diverso, pero quedó alterado a causa del pecado cometido
por el hombre bajo el influjo del demonio, como explica el libro de la
Sabiduría: «Dios creó al hombre para la incorruptibilidad; le hizo imagen de su
misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la
experimentan los que le pertenecen» (Sab 2,23-24). Esta concepción se refleja
en las palabras de Jesús y en ella se funda la enseñanza de san Pablo sobre la
redención de Cristo, nuevo Adán. Con su muerte y resurrección, Jesús venció el
pecado y la muerte, que es su consecuencia.
3.
A la luz de lo que Jesús realizó, se comprende la actitud de Dios Padre frente
a la vida y la muerte de sus criaturas. Ya el salmista había intuido que Dios
no puede abandonar a sus siervos fieles en el sepulcro, ni dejar que su santo
experimente la corrupción. Isaías anuncia un futuro en el que Dios eliminará la
muerte para siempre, enjugando «las lágrimas de todos los rostros» y
resucitando a los muertos para una vida nueva. Así, en vez de la muerte como
realidad que acaba con todos los seres vivos, se impone la imagen de la tierra
que, como madre, se dispone al parto de un nuevo ser vivo y da a luz al justo
destinado a vivir en Dios. Por esto, «aunque los justos, a juicio de los
hombres, sufran castigos, su esperanza está llena de inmortalidad» (Sab 3,4).
La
esperanza de la resurrección es afirmada magníficamente en el segundo libro de
los Macabeos, cap. 7, por siete hermanos y su madre en el momento de sufrir el
martirio. Uno de ellos declara: «Del cielo recibí la lengua y las manos y por
sus leyes los desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios». Otro, «cuando
estaba a punto de morir, dijo: "Vale la pena morir a manos de hombres,
cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará"».
Heroicamente su madre los anima a afrontar la muerte con esta esperanza.
4.
Ya en la perspectiva del Antiguo Testamento los profetas exhortaban a esperar
«el día del Señor» con rectitud, pues de lo contrario sería «tinieblas y no
luz». En la revelación plena del Nuevo Testamento se subraya que todos serán
sometidos a juicio. Pero ante ese juicio los justos no deberán temer, dado que,
en cuanto elegidos, están destinados a recibir la herencia prometida; serán
colocados a la diestra de Cristo, que los llamará «benditos de mi Padre» (Mt
25,34).
La
muerte que el creyente experimenta como miembro del Cuerpo místico abre el
camino hacia el Padre, que nos demostró su amor en la muerte de Cristo,
«víctima de propiciación por nuestros pecados». Como reafirma el Catecismo de
la Iglesia católica, la muerte, «para los que mueren en la gracia de Cristo, es
una participación en la muerte del Señor, para poder participar también en su
resurrección» (n. 1006).
Jesús
«nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de
nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,5-6). Ciertamente
es preciso pasar por la muerte, pero ya con la certeza de que nos encontraremos
con el Padre cuando «este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y
este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor 15,54). Entonces se verá
claramente que «la muerte ha sido absorbida en la victoria» y se la podrá
afrontar con una actitud de desafío, sin miedo: «¿Dónde está, muerte, tu
victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,54-55).
Precisamente
por esta visión cristiana de la muerte, san Francisco de Asís pudo exclamar en
el Cántico de las criaturas: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la
muerte corporal». Frente a esta consoladora perspectiva, se comprende la
bienaventuranza anunciada en el libro del Apocalipsis, casi como coronación de
las bienaventuranzas evangélicas: «Bienaventurados los que mueren en el Señor.
Sí dice el Espíritu, descansarán de sus fatigas, porque sus obras los
acompañan» (Ap 14,13).
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