EL PAPA CLAUSURA EL JUBILEO DE LA MISERICORDIA
INVITANDO A "NO CERRAR NUNCA LA PUERTA DE LA RECONCILIACIÓN Y DEL
PERDÓN"
"Dios no tiene memoria del pecado sino de
nosotros; siempre es posible volver a comenzar, levantarse de nuevo"
El Papa invita a
"redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece
cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor,
misionera"
"Demos
gracias a Dios por habernos concedido este tiempo extraordinario de gracia".
Se clausura el Año Jubilar, pero las puertas de la misericordia siguen
abiertas. El Papa Francisco cerró los goznes de la Puerta Santa de la
basílica de San Pedro.
"Que el Jubileo de la Misericordia, que termina hoy,
siga produciendo frutos en los corazones
y en las obras de los creyentes", escribía Bergoglio. En su oración
frente a la Puerta Santa, el Pontífice recordó a "Cristo salvador, puerta siempre abierta",
antes de cerrar personalmente, de uno y otro lado, la Puerta Santa hasta el
próximo Jubileo. A las 9,58 horas de esta mañana.
Posteriormente, y acompañado por el Colegio cardenalicio
(en el que, desde ayer, se encuentra Carlos Osoro), la solemne
procesión se dirigió hacia
una abarrotada plaza de San Pedro para dar comienzo a la solemne Eucaristía de
clausura. Más de 21 millones de peregrinos han acudido, a lo largo de este Año,
a alguno de los actos del Jubileo de la Misericordia.
En su homilía, el Papa recordó que celebramos la
solemnidad de Cristo Rey del Universo. Pero el Evangelio "presenta la
realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera
sorprendente". ¿Cómo? "El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey, se
presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido
que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la
cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en
la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos
deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas por los
clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas".
Frente
a la inmundicia, la grandeza del reino de Jesús "no es el poder, sino el
amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas". Por
ese amor Jesús fue capaz de abajarse, "vivió nuestra miseria humana, probó
nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono;
experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos".
Jesús llegó
"hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado,
nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del
amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta. Sólo este amor ha
vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la
muerte y el miedo", recalcó el Papa.
En el Evangelio, señaló Francisco, aparecen tres figuras,
además de Jesús: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz
y un malhechor crucificado junto a Jesús. "En primer lugar, el
pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una
palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué sucede. Es el
mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y
ahora mantiene su distancia".
"Nosotros también podemos tener la tentación de tomar
distancia de la realeza de Jesús, de
no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro
«yo», que incomoda", asumió Bergoglio. Frente a eso, el Papa invitó a cada
uno a preguntarse "¿Qué me pide el
amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?".
El
segundo gupo, el de los que "se burlaban de Jesús" y le dirigían la misma tentación,
"Sálvate a ti mismo", "como lo hizo el diablo al comienzo del
Evangelio". "Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta
tentación es un ataque directo al amor (...) Es la tentación más terrible, la primera
y la última del Evangelio. Pero
ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se
defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien
sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre,
consciente de que el amor dará su fruto".
"Cuántas
veces hemos sido tentados a bajar de la cruz", recordó el Papa. En este
punto, y recordando el Año de la Misericordia, Francisco invitó a
"redescubrir el centro, a volver a lo esencial", a "redescubrir el
rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora,
libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera".
Finalmente, el tercer personaje, aquel que,
también clavado a la cruz, le ruega: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues
a tu reino". "Esta persona -apuntó el Papa-, mirando simplemente a
Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus
errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió
ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el
paraíso»".
Y es
que "Dios, apenas le damos la oportunidad, se
acuerda de nosotros. Él
está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su
memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las
ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino
de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es
siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo".
"Pidamos -culminó el Santo Padre- también nosotros
el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la
puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del
mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como
Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también
nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás.
Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en
par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de
Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos
la misericordia, la consolación y la esperanza".
Homilía del Papa:
La
solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año
santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen
de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de
Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se presenta sin poder y sin gloria:
está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es
paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero
le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la
túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están
traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta
monedas.
Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí -nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura-, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35):
ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando
qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba
entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de
la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la
tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente
el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se
prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y
hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado
a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días:
«¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi
vida?».
Hay
un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los
soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma
provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor
que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del
Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero
que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los
enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un
ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino
a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación
más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al
propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de
convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona,
vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el
amor dará su fruto.
Para
acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a
fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces
en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que
ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La
fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y
rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como
obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a
volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero
rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el
rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora,
libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia,
al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a
los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios;
a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no
adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.
En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, a penas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.
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