"Esforcémonos
en concretar la caridad", anima Francisco a todos los fieles
Ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella
será siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e
inmerecido.
Texto íntegro de la Carta Apostólica
Francisco, a cuantos leerán esta Carta Apostólica, misericordia y
paz.
Misericordia et misera
son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús
y la adúltera (cf. Jn 8,1-11). No podía encontrar una expresión más bella y
coherente que esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene
al encuentro del pecador: «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la
misericordia».1 Cuánta piedad y justicia divina hay en este episodio. Su
enseñanza viene a iluminar la conclusión del Jubileo Extraordinario de la
Misericordia e indica, además, el camino que estamos llamados a seguir en el
futuro.
1. Esta página del
Evangelio puede ser asumida, con todo derecho, como imagen de lo que hemos
celebrado en el Año Santo, un tiempo rico de misericordia, que pide ser siempre
celebrada y vivida en nuestras comunidades. En efecto, la misericordia no puede
ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma
existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio.
Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso
del Padre.
Una mujer y Jesús se
encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada merecedora de la
lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo
llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito
originario. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de
Dios que sabe leer el corazón de cada persona, para comprender su deseo más
recóndito, y que debe tener el primado sobre todo. En este relato evangélico,
sin embargo, no se encuentran el pecado y el juicio en abstracto, sino una
pecadora y el Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído
su corazón: allí ha reconocido el deseo de ser comprendida, perdonada y
liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor.
Por parte de Jesús, ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la
compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería juzgarla y
condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que
la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus
acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno (cf.
Jn 8,9). Y después de ese silencio, Jesús dice: «Mujer, ¿dónde están tus
acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? [...] Tampoco yo te condeno. Anda, y en
adelante no peques más» (vv. 10-11). De este modo la ayuda a mirar el futuro
con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en
adelante, si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf. Ef 5,2). Una vez que
hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de
debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite
mirar más allá y vivir de otra manera.
2. Jesús lo había
enseñado con claridad en otro momento cuando, invitado a comer por un fariseo,
se le había acercado una mujer conocida por todos como pecadora (cf. Lc
7,36-50). Ella había ungido con perfume los pies de Jesús, los había bañado con
sus lágrimas y secado con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción
escandalizada del fariseo, Jesús responde: «Sus muchos pecados han quedado
perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco»
(v. 47).
El perdón es el signo más
visible del amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su
vida. No existe página del Evangelio que pueda ser sustraída a este imperativo
del amor que llega hasta el perdón. Incluso en el último momento de su vida
terrena, mientras estaba siendo crucificado, Jesús tiene palabras de perdón:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Nada de cuanto un pecador
arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su
perdón. Por este motivo, ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia;
ella será siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor
incondicionado e inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la
plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.
La misericordia es esta
acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida. Así se
manifiesta su misterio divino. Dios es misericordioso (cf. Ex 34,6), su
misericordia dura por siempre (cf. Sal 136), de generación en generación abraza
a cada persona que se confía a él y la transforma, dándole su misma vida.
3. Cuánta alegría ha
brotado en el corazón de estas dos mujeres, la adúltera y la pecadora. El
perdón ha hecho que se sintieran al fin más libres y felices que nunca. Las
lágrimas de vergüenza y de dolor se han transformado en la sonrisa de quien se
sabe amado. La misericordia suscita alegría porque el corazón se abre a la
esperanza de una vida nueva. La alegría del perdón es difícil de expresar, pero
se trasparenta en nosotros cada vez que la experimentamos. En su origen está el
amor con el cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo el círculo del
egoísmo que nos envuelve, para hacernos también a nosotros instrumentos de
misericordia.
Qué significativas son,
también para nosotros, las antiguas palabras que guiaban a los primeros
cristianos: «Revístete de alegría, que encuentra siempre gracia delante de Dios
y siempre le es agradable, y complácete en ella. Porque todo hombre alegre obra
el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza [...] Vivirán en Dios cuantos
alejen de sí la tristeza y se revistan de toda alegría».2 Experimentar la
misericordia produce alegría. No permitamos que las aflicciones y
preocupaciones nos la quiten; que permanezca bien arraigada en nuestro corazón
y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida cotidiana.
En una cultura
frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de tristeza y
soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes. En efecto, el
futuro parece estar en manos de la incertidumbre que impide tener estabilidad.
De ahí surgen a menudo sentimientos de melancolía, tristeza y aburrimiento que
lentamente pueden conducir a la desesperación. Se necesitan testigos de la
esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que prometen una
felicidad fácil con paraísos artificiales. El vacío profundo de muchos puede
ser colmado por la esperanza que llevamos en el corazón y por la alegría que
brota de ella. Hay mucha necesidad de reconocer la alegría que se revela en el
corazón que ha sido tocado por la misericordia. Hagamos nuestras, por tanto,
las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4; cf. 1
Ts 5,16).
4.
Hemos celebrado un Año intenso, en el que la gracia de la misericordia se nos
ha dado en abundancia. Como un viento impetuoso y saludable, la bondad y la
misericordia se han esparcido por el mundo entero. Y delante de esta mirada
amorosa de Dios, que de manera tan prolongada se ha posado sobre cada uno de
nosotros, no podemos permanecer indiferentes, porque ella cambia la vida.
Sentimos la necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y decirle: «Has sido bueno, Señor, con tu tierra [...]. Has perdonado la culpa de tu pueblo» (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).
Sentimos la necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y decirle: «Has sido bueno, Señor, con tu tierra [...]. Has perdonado la culpa de tu pueblo» (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).
En este Año Santo la
Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha experimentado con gran intensidad
la presencia y cercanía del Padre, que mediante la obra del Espíritu Santo le
ha hecho más evidente el don y el mandato de Jesús sobre el perdón. Ha sido
realmente una nueva visita del Señor en medio de nosotros. Hemos percibido cómo
su soplo vital se difundía por la Iglesia y, una vez más, sus palabras han
indicado la misión: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,22-23).
5. Ahora, concluido este
Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo
con fidelidad, alegría y entusiasmo, la riqueza de la misericordia divina.
Nuestras comunidades continuarán con vitalidad y dinamismo la obra de la nueva
evangelización en la medida en que la «conversión pastoral», que estamos
llamados a vivir,3 se plasme cada día, gracias a la fuerza renovadora de la
misericordia. No limitemos su acción; no hagamos entristecer al Espíritu, que
siempre indica nuevos senderos para recorrer y llevar a todos el Evangelio que
salva.
En primer lugar estamos
llamados a celebrar la misericordia. Cuánta riqueza contiene la oración de la
Iglesia cuando invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la
misericordia no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive.
Desde el inicio hasta el final de la celebración eucarística, la misericordia
aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante y el corazón del
Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su amor misericordioso.
Después de la súplica de perdón inicial, con la invocación «Señor, ten piedad»,
somos inmediatamente confortados: «Dios omnipotente tenga misericordia de
nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Con esta
confianza la comunidad se reúne en la presencia del Señor, especialmente en el
día santo de la resurrección. Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran
don de la misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos
diciendo: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, qué aceptas el
ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira con amor
a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos
bajo el peso de las culpas».4 Después nos sumergimos en la gran plegaria
eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu amor al mundo fue tan
misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino
que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pecado».5 Además, la
plegaria eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios:
«Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca».
«Ten misericordia de todos nosotros»,6 es la súplica apremiante que realiza el
sacerdote, para implorar la participación en la vida eterna. Después del
Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria invocando la paz y la
liberación del pecado gracias a la «ayuda de su misericordia». Y antes del
signo de la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor recíproco a
la luz del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: «No tengas en cuenta
nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia».7 Mediante estas palabras, pedimos
con humilde confianza el don de la unidad y de la paz para la santa Madre
Iglesia. La celebración de la misericordia divina culmina en el Sacrificio
eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que brota la
salvación para cada ser humano, para la historia y para el mundo entero. En
resumen, cada momento de la celebración eucarística está referido a la
misericordia de Dios.
En toda la vida
sacramental la misericordia se nos da en abundancia. Es muy relevante el hecho
de que la Iglesia haya querido mencionar explícitamente la misericordia en la
fórmula de los dos sacramentos llamados «de sanación», es decir, la
Reconciliación y la Unción de los enfermos. La fórmula de la absolución dice:
«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la
resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los
pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz»;8 y
la de la Unción reza así: «Por esta santa Unción y por su bondadosa
misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo».9
Así, en la oración de la
Iglesia la referencia a la misericordia, lejos de ser solamente parenética, es
altamente performativa, es decir que, mientras la invocamos con fe, nos viene
concedida; mientras la confesamos viva y real, nos transforma verdaderamente.
Este es un aspecto fundamental de nuestra fe, que debemos conservar en toda su
originalidad: antes que el pecado, tenemos la revelación del amor con el que
Dios ha creado el mundo y los seres humanos. El amor es el primer acto con el
que Dios se da a conocer y viene a nuestro encuentro. Por tanto, abramos el
corazón a la confianza de ser amados por Dios. Su amor nos precede siempre, nos
acompaña y permanece junto a nosotros a pesar de nuestro pecado.
6. En este contexto, la
escucha de la Palabra de Dios asume también un significado particular. Cada
domingo, la Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el
día del Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual.10 En la
celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre Dios y su pueblo.
En la proclamación de las lecturas bíblicas, se recorre la historia de nuestra
salvación como una incesante obra de misericordia que se nos anuncia. Dios
sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se «entretiene» con
nosotros,11 para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida. Su
Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es
también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su
cercanía. Qué importante es la homilía, en la que «la verdad va de la mano de
la belleza y del bien»,12 para que el corazón de los creyentes vibre ante la
grandeza de la misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la homilía y el
cuidado de la predicación. Ella será tanto más fructuosa, cuanto más haya
experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad misericordiosa del Señor.
Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es un ejercicio retórico, sino
condición de credibilidad del propio sacerdocio. Vivir la misericordia es el
camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de
conversión en la vida pastoral. La homilía, como también la catequesis, ha de
estar siempre sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.
7. La Biblia es la gran
historia que narra las maravillas de la misericordia de Dios. Cada una de sus
páginas está impregnada del amor del Padre que desde la creación ha querido
imprimir en el universo los signos de su amor. El Espíritu Santo, a través de
las palabras de los profetas y de los escritos sapienciales, ha modelado la
historia de Israel con el reconocimiento de la ternura y de la cercanía de
Dios, a pesar de la infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación
marcan de manera decisiva la historia de la comunidad cristiana, que entiende
la propia misión como respuesta al mandato de Cristo de ser instrumento
permanente de su misericordia y de su perdón (cf. Jn 20,23). Por medio de la
Sagrada Escritura, que se mantiene viva gracias a la fe de la Iglesia, el Señor
continúa hablando a su Esposa y le indica los caminos a seguir, para que el
Evangelio de la salvación llegue a todos. Deseo vivamente que la Palabra de
Dios se celebre, se conozca y se difunda cada vez más, para que nos ayude a
comprender mejor el misterio del amor que brota de esta fuente de misericordia.
Lo recuerda claramente el Apóstol: «Toda Escritura es inspirada por Dios y
además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia» (2 Tm 3,16).
Sería oportuno que cada
comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de
la difusión, conocimiento y profundización de la Sagrada Escritura: un domingo
dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza
que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo. Habría que
enriquecer ese momento con iniciativas creativas, que animen a los creyentes a
ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra. Ciertamente, entre esas
iniciativas tendrá que estar la difusión más amplia de la lectio divina, para
que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual se
fortalezca y crezca. La lectio divina sobre los temas de la misericordia
permitirá comprobar cuánta riqueza hay en el texto sagrado, que leído a la luz
de la entera tradición espiritual de la Iglesia, desembocará necesariamente en
gestos y obras concretas de caridad.13
8. La celebración de la
misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la
Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a
nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos
pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que queremos
hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la gracia, sin embargo,
nos precede siempre y adopta el rostro de la misericordia que se realiza
eficazmente con la reconciliación y el perdón. Dios hace que comprendamos su
inmenso amor justamente ante nuestra condición de pecadores. La gracia es más
fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede
(cf. 1 Co 13,7).
En el Sacramento del
Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia él, y nos invita a
experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que se obtiene, ante todo,
empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el apóstol Pedro cuando
escribe que «el amor cubre la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Sólo Dios
perdona los pecados, pero quiere que también nosotros estemos dispuestos a
perdonar a los demás, como él perdona nuestras faltas: «Perdona nuestras
ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12). Qué
tristeza cada vez que nos quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de
perdonar. Triunfa el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y
se anula el alegre compromiso por la misericordia.
9. Una experiencia de
gracia que la Iglesia ha vivido con mucho fruto a lo largo del Año jubilar ha
sido ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia. Su acción
pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite a cuantos lo
buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de todos, como un Padre.
He recibido muchos testimonios de alegría por el renovado encuentro con el
Señor en el Sacramento de la Confesión. No perdamos la oportunidad de vivir
también la fe como una experiencia de reconciliación. «Reconciliaos con Dios»
(2 Co 5,20), esta es la invitación que el Apóstol dirige también hoy a cada
creyente, para que descubra la potencia del amor que transforma en una
«criatura nueva» (2 Co 5,17).
Doy las gracias a cada
Misionero de la Misericordia por este inestimable servicio de hacer fructificar
la gracia del perdón. Este ministerio extraordinario, sin embargo, no cesará
con la clausura de la Puerta Santa. Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva
disposición, como signo concreto de que la gracia del Jubileo siga siendo viva
y eficaz, a lo largo y ancho del mundo. Será tarea del Pontificio Consejo para
la Promoción de la Nueva Evangelización acompañar durante este periodo a los
Misioneros de la Misericordia, como expresión directa de mi solicitud y
cercanía, y encontrar las formas más coherentes para el ejercicio de este
precioso ministerio.
10. A los sacerdotes
renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la
Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal. Os agradezco de corazón
vuestro servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la
ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a
reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios
morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial,
siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de
cada caso concreto; generosos en el momento de dispensar el perdón de Dios. Así
como Jesús ante la mujer adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla
de su condena a muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario tenga
también un corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su
propia condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.
11. Me gustaría que todos
meditáramos las palabras del Apóstol, escritas hacia el final de su vida, en
las que confiesa a Timoteo de haber sido el primero de los pecadores, «por esto
precisamente se compadeció de mí» (1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza
arrebatadora para hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra
existencia y para que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar,
convertir y transformar nuestro corazón: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor
nuestro, que me hizo capaz, se fío de mí y me confió este ministerio, a mí, que
antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión
de mí» (1 Tm 1,12-13).
Por tanto, recordemos
siempre con renovada pasión pastoral las palabras del Apóstol: «Dios nos reconcilió
consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación»
(2 Co 5,18). Con vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en
ser perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del
perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al
hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a
recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a
banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley
(cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado
a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo
Jesús» (Rm 8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la
tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las normas, se
debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.
Nosotros, confesores,
somos testigos de tantas conversiones que suceden delante de nuestros ojos.
Sentimos la responsabilidad de gestos y palabras que toquen lo más profundo del
corazón del penitente, para que descubra la cercanía y ternura del Padre que
perdona. No arruinemos esas ocasiones con comportamientos que contradigan la
experiencia de la misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el
ámbito de la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).
El Sacramento de la
Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida
cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del
«ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), para que a nadie que se haya
arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su
retorno, y a todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza
liberadora del perdón.
Una ocasión propicia
puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas para el Señor en la
proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un buen consenso en
las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral para vivir
intensamente el Sacramento de la Confesión.
12. En virtud de esta
exigencia, para que ningún obstáculo se interponga entre la petición de
reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los
sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan
procurado el pecado de aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el
período jubilar,14 lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa
en contrario. Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado
grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin
embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia
de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón
arrepentido que pide reconciliarse con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote
sea guía, apoyo y alivio a la hora de acompañar a los penitentes en este camino
de reconciliación especial.
En el Año del Jubileo
había concedido a los fieles, que por diversos motivos frecuentan las iglesias
donde celebran los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X, la posibilidad de
recibir válida y lícitamente la absolución sacramental de sus pecados.15 Por el
bien pastoral de estos fieles, y confiando en la buena voluntad de sus
sacerdotes, para que se pueda recuperar con la ayuda de Dios, la plena comunión
con la Iglesia Católica, establezco por decisión personal que esta facultad se
extienda más allá del período jubilar, hasta nueva disposición, de modo que a
nadie le falte el signo sacramental de la reconciliación a través del perdón de
la Iglesia.
13. La misericordia tiene
también el rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is
40,1), son las sentidas palabras que el profeta pronuncia también hoy, para que
llegue una palabra de esperanza a cuantos sufren y padecen. No nos dejemos
robar nunca la esperanza que proviene de la fe en el Señor resucitado. Es
cierto, a menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás debe decaer la certeza
de que el Señor nos ama. Su misericordia se expresa también en la cercanía, en
el afecto y en el apoyo que muchos hermanos y hermanas nos ofrecen cuando
sobrevienen los días de tristeza y aflicción. Enjugar las lágrimas es una
acción concreta que rompe el círculo de la soledad en el que con frecuencia
terminamos encerrados.
Todos tenemos necesidad
de consuelo, porque ninguno es inmune al sufrimiento, al dolor y a la
incomprensión. Cuánto dolor puede causar una palabra rencorosa, fruto de la
envidia, de los celos y de la rabia. Cuánto sufrimiento provoca la experiencia
de la traición, de la violencia y del abandono; cuánta amargura ante la muerte
de los seres queridos. Sin embargo, Dios nunca permanece distante cuando se
viven estos dramas. Una palabra que da ánimo, un abrazo que te hace sentir
comprendido, una caricia que hace percibir el amor, una oración que permite ser
más fuerte..., son todas expresiones de la cercanía de Dios a través del
consuelo ofrecido por los hermanos.
A veces también el
silencio es de gran ayuda; porque en algunos momentos no existen palabras para
responder a los interrogantes del que sufre. La falta de palabras, sin embargo,
se puede suplir por la compasión del que está presente y cercano, del que ama y
tiende la mano. No es cierto que el silencio sea un acto de rendición, al
contrario, es un momento de fuerza y de amor. El silencio también pertenece al
lenguaje de la consolación, porque se transforma en una obra concreta de
solidaridad y unión con el sufrimiento del hermano.
14. En un momento
particular como el nuestro, caracterizado por la crisis de la familia, entre
otras, es importante que llegue una palabra de gran consuelo a nuestras
familias. El don del matrimonio es una gran vocación a la que, con la gracia de
Cristo, hay que corresponder con al amor generoso, fiel y paciente. La belleza
de la familia permanece inmutable, a pesar de numerosas sombras y propuestas
alternativas: «El gozo del amor que se vive en las familias es también el
júbilo de la Iglesia».16 El sendero de la vida lleva a que un hombre y una
mujer se encuentren, se amen y se prometan, fidelidad por siempre delante de
Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la traición y la soledad. La
alegría de los padres por el don de los hijos no es inmune a las preocupaciones
con respecto a su crecimiento y formación, y para que tengan un futuro digno de
ser vivido con intensidad.
La gracia del Sacramento
del Matrimonio no sólo fortalece a la familia para que sea un lugar
privilegiado en el que se viva la misericordia, sino que compromete a la
comunidad cristiana, y con ella a toda la acción pastoral, para que se resalte
el gran valor propositivo de la familia. De todas formas, este Año jubilar nos
ha de ayudar a reconocer la complejidad de la realidad familiar actual. La
experiencia de la misericordia nos hace capaces de mirar todas las dificultades
humanas con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger y
acompañar.17
No
podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la propia historia que lo
distingue de cualquier otra persona. Nuestra vida, con sus alegrías y dolores,
es algo único e irrepetible, que se desenvuelve bajo la mirada misericordiosa
de Dios. Esto exige, sobre todo de parte del sacerdote, un discernimiento
espiritual atento, profundo y prudente para que cada uno, sin excluir a nadie,
sin importar la situación que viva, pueda sentirse acogido concretamente por
Dios, participar activamente
en la vida de la comunidad y ser admitido en ese Pueblo de Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.
en la vida de la comunidad y ser admitido en ese Pueblo de Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.
15. El momento de la
muerte reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este
dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el
camino de la certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar,
sobre todo en la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la
muerte hasta el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La
muerte en cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e
ineludible, pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia las
personas que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las
religiones el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está acompañado
de una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia de las exequias
como una plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una ocasión
para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona amada.
Estoy convencido de la
necesidad de que, en la acción pastoral animada por la fe viva, los signos
litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la misericordia del Señor. Es
él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás
separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este
momento significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la
cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad, soledad,
incertidumbre y llanto.
16. Termina el Jubileo y
se cierra la Puerta Santa. Pero la puerta de la misericordia de nuestro corazón
permanece siempre abierta, de par en par. Hemos aprendido que Dios se inclina
hacia nosotros (cf. Os 11,4) para que también nosotros podamos imitarlo
inclinándonos hacia los hermanos. La nostalgia que muchos sienten de volver a
la casa del Padre, que está esperando su regreso, está provocada también por el
testimonio sincero y generoso que algunos dan de la ternura divina. La Puerta
Santa que hemos atravesado en este Año jubilar nos ha situado en la vía de la
caridad, que estamos llamados a recorrer cada día con fidelidad y alegría. El
camino de la misericordia es el que nos hace encontrar a tantos hermanos y
hermanas que tienden la mano esperando que alguien la aferre y poder así caminar
juntos.
Querer acercarse a Jesús
implica hacerse prójimo de los hermanos, porque nada es más agradable al Padre
que un signo concreto de misericordia. Por su misma naturaleza, la misericordia
se hace visible y tangible en una acción concreta y dinámica. Una vez que se la
ha experimentado en su verdad, no se puede volver atrás: crece continuamente y
transforma la vida. Es verdaderamente una nueva creación que obra un corazón
nuevo, capaz de amar en plenitud, y purifica los ojos para que sepan ver las necesidades
más ocultas. Qué verdaderas son las palabras con las que la Iglesia ora en la
Vigilia Pascual, después de la lectura que narra la creación: «Oh Dios, que con
acción maravillosa creaste al hombre y con mayor maravilla lo redimiste».18
La misericordia renueva y
redime, porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al
encuentro, y el del hombre. Mientras este se va encendiendo, aquel lo va
sanando: el corazón de piedra es transformado en corazón de carne (cf. Ez
36,26), capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí donde se descubre que es
realmente una «nueva creatura» (cf. Ga 6,15): soy amado, luego existo; he sido
perdonado, entonces renazco a una vida nueva; he sido «misericordiado»,
entonces me convierto en instrumento de misericordia.
17. Durante el Año Santo,
especialmente en los «viernes de la misericordia», he podido darme cuenta de
cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia no es conocido porque se realiza
cotidianamente de manera discreta y silenciosa. Aunque no llega a ser noticia,
existen sin embargo tantos signos concretos de bondad y ternura dirigidos a los
más pequeños e indefensos, a los que están más solos y abandonados. Existen
personas que encarnan realmente la caridad y que no llevan continuamente la
solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don valioso
de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida, son como una
invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo. Con gratitud pienso en
los numerosos voluntarios que con su entrega de cada día dedican su tiempo a
mostrar la presencia y cercanía de Dios. Su servicio es una genuina obra de
misericordia y hace que muchas personas se acerquen a la Iglesia.
18. Es el momento de
dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas
nuevas, fruto de la gracia. La Iglesia necesita anunciar hoy esos «muchos otros
signos» que Jesús realizó y que «no están escritos» (Jn 20,30), de modo que
sean expresión elocuente de la fecundidad del amor de Cristo y de la comunidad
que vive de él. Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de
misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios.
Todavía hay poblaciones
enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y despiertan una gran preocupación
las imágenes de niños que no tienen nada para comer. Grandes masas de personas
siguen emigrando de un país a otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz.
La enfermedad, en sus múltiples formas, es una causa permanente de sufrimiento
que reclama socorro, ayuda y consuelo. Las cárceles son lugares en los que, con
frecuencia, las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en ocasiones
graves, que se añaden a las penas restrictivas. El analfabetismo está todavía
muy extendido, impidiendo que niños y niñas se formen, exponiéndolos a nuevas
formas de esclavitud. La cultura del individualismo exasperado, sobre todo en
Occidente, hace que se pierda el sentido de la solidaridad y la responsabilidad
hacia los demás. Dios mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto
representa la más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el
reconocimiento de la dignidad inviolable de la vida humana.
Con todo, las obras de
misericordia corporales y espirituales constituyen hasta nuestros días una
prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor
social. Ella nos impulsa a ponernos manos a la obra para restituir la dignidad
a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a
construir con nosotros una «ciudad fiable».19
19. En este Año Santo se
han realizado muchos signos concretos de misericordia. Comunidades, familias y
personas creyentes han vuelto a descubrir la alegría de compartir y la belleza
de la solidaridad. Y aun así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas
de pobreza espiritual y material que atentan contra la dignidad de las
personas. Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a
descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y
entusiasmo.
Esforcémonos entonces en concretar
la caridad y, al mismo tiempo, en iluminar con inteligencia la práctica de las
obras de misericordia. Esta posee un dinamismo inclusivo mediante el cual se
extiende en todas las direcciones, sin límites. En este sentido, estamos
llamados a darle un rostro nuevo a las obras de misericordia que conocemos de
siempre. En efecto, la misericordia se excede; siempre va más allá, es fecunda.
Es como la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito
de mostaza que se convierte en un árbol (cf. Lc 13,19).
Pensemos solamente, a
modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf.
Mt 25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del Edén,
cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y, sintiendo que el Señor
se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron (cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el
Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer,
y los vistió» (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue
restablecida.
Miremos fijamente también
a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está desnudo en la cruz; su túnica ha
sido echada a suerte por los soldados y está en sus manos (cf. Jn 19,23-24); él
ya no tiene nada. En la cruz se revela de manera extrema la solidaridad de Jesús
con todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario.
Si la Iglesia está llamada a ser la «túnica de Cristo»20 para revestir a su
Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser solidaria con aquellos que han
sido despojados, para que recobren la dignidad que les han sido despojada.
«Estuve desnudo y me vestisteis» (Mt 25,36) implica, por tanto, no mirar para
otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las
personas vivir dignamente.
No tener trabajo y no recibir
un salario justo; no tener una casa o una tierra donde habitar; ser
discriminados por la fe, la raza, la condición social...: estas, y muchas
otras, son situaciones que atentan contra la dignidad de la persona, frente a
las cuales la acción misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la
vigilancia y la solidaridad. Cuántas son las situaciones en las que podemos
restituir la dignidad a las personas para que tengan una vida más humana.
Pensemos solamente en los niños y niñas que sufren violencias de todo tipo,
violencias que les roban la alegría de la vida. Sus rostros tristes y
desorientados están impresos en mi mente; piden que les ayudemos a liberarse de
las esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos niños son los jóvenes del
mañana; ¿cómo los estamos preparando para vivir con dignidad y responsabilidad?
¿Con qué esperanza pueden afrontar su presente y su futuro?
El carácter social de la
misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la
hipocresía, de modo que los planes y proyectos no queden sólo en letra muerta.
Que el Espíritu Santo nos ayude a estar siempre dispuestos a contribuir de
manera concreta y desinteresada, para que la justicia y una vida digna no sean
sólo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de todo el
que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios.
20. Estamos llamados a
hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento
del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con
indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las
obras de misericordia son «artesanales»: ninguna de ellas es igual a otra;
nuestras manos las pueden modelar de mil modos, y aunque sea único el Dios que
las inspira y única la «materia» de la que están hechas, es decir la
misericordia misma, cada una adquiere una forma diversa.
Las obras de misericordia
tocan todos los aspectos de la vida de una persona. Podemos llevar a cabo una
verdadera revolución cultural a partir de la simplicidad de esos gestos que
saben tocar el cuerpo y el espíritu, es decir la vida de las personas. Es una
tarea que la comunidad cristiana puede hacer suya, consciente de que la Palabra
del Señor la llama siempre a salir de la indiferencia y del individualismo, en
el que se corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y sin
problemas. «A los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8), dice Jesús
a sus discípulos. No hay excusas que puedan justificar una falta de compromiso
cuando sabemos que él se ha identificado con cada uno de ellos.
La cultura de la
misericordia se va plasmando con la oración asidua, con la dócil apertura a la
acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y la
cercanía concreta a los pobres. Es una invitación apremiante a tener claro
dónde tenemos que comprometernos necesariamente. La tentación de quedarse en la
«teoría sobre la misericordia» se supera en la medida que esta se convierte en
vida cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no deberíamos
olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando su encuentro con
Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se refiere a un aspecto
esencial de su misión y de toda la vida cristiana: «Nos pidieron que nos acordáramos
de los pobres, lo cual he procurado cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos
de los pobres: es una invitación hoy más que nunca actual, que se impone en
razón de su evidencia evangélica.
21. Que la experiencia
del Jubileo grabe en nosotros las palabras del apóstol Pedro: «Los que antes
erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión» (1 P 2,10). No guardemos
sólo para nosotros cuanto hemos recibido; sepamos compartirlo con los hermanos
que sufren, para que sean sostenidos por la fuerza de la misericordia del
Padre. Que nuestras comunidades se abran hasta llegar a todos los que viven en
su territorio, para que llegue a todos, a través del testimonio de los
creyentes, la caricia de Dios.
Este es el tiempo de la
misericordia. Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios,
que guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el
corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia
para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de
Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para que
los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la presencia de
hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la
misericordia, para que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de
aquellos que, venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental
en la vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de
pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre.
A la luz del «Jubileo de
las personas socialmente excluidas», mientras en todas las catedrales y
santuarios del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuí que,
como otro signo concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en
toda la Iglesia, en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial
de los pobres. Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los pequeños y los
pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia (cf. Mt 25,31-46).
Será una Jornada que ayudará a las comunidades y a cada bautizado a reflexionar
cómo la pobreza está en el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras
Lázaro esté echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21), no podrá
haber justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también una genuina
forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la que se renueve el rostro de
la Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de
la misericordia.
22. Que los ojos
misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros.
Ella es la primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor.
La Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y
como el arte la ha representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y
sigamos su constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de
la misericordia de Dios.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 20 de noviembre,
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo,
del Año del Señor 2016, cuarto de pontificado.
FRANCISCO
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo,
del Año del Señor 2016, cuarto de pontificado.
FRANCISCO
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