La
diversión tiene precio y propaganda
y
sus mercaderes son expertos.
Se
alquila la evasión fugaz
con
sus rutas exóticas y vanas.
Se
bebe el gozo con tarjetas de crédito
y
se estruja como un vaso desechable.
Pero
tu alegría no tiene precio,
ni
podemos seducirla.
Es
un don para ser acogido y regalado.
Concédenos,
Señor, tu alegría sorprendente.
Más
unida al perdón recibido
que
a la perfección farisaica de las leyes.
Encontrada
en la persecución por el reino,
más
que en el aplauso de los jefes.
Crece
al compartir lo mío con los otros,
y
se muere al acumular lo de los otros como mío.
Se
ahonda al servir a los criados de la historia,
más
que al ser servidos como maestros y señores.
Se
multiplica al bajar con Jesús al abismo humano,
se
diluye al trepar sobre cuerpos despojados.
Se
renueva al apostar por el futuro inédito,
se
agota al acaparar las cosechas del pasado.
Tu
alegría es humilde y paciente
y
camina de la mano de los pobres.
Concédenos,
Señor, la “perfecta alegría”.
La
que mana como una resurrección fresca
entre
escombros de proyectos fracasados.
La
que no logran desalojar de los pobres
ni
la cárcel de los sistemas sociales
ni
los edictos arbitrarios de los amos.
La
decepción más honda y golpeada
no
puede blindarnos para siempre
contra
su iniciativa inagotable.
Tu
alegría es perseguida y golpeada,
pero
es inmortal desde tu Pascua.
La
que es hermana de las cosas pequeñas,
de
los encuentros cotidianos
y
de las rutinas necesarias.
La
que se mueve libre entre los grandes,
sin
uniforme ni gestos entrenados,
como
brisa sin amo ni codicia.
Tu
alegría es confiada y veraz,
ve
la más pequeña criatura amada por ti,
con
un puesto en tu corazón y en tu proyecto.
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