Aunque el tiempo litúrgico de Navidad es el más corto de año, quizá sea el que mayores resonancias produce en nuestra sociedad. Durante esos días no faltan por todos los rincones de nuestros pueblos y ciudades: reuniones familiares, felicitaciones, nacimientos, cantos populares, encuentros sociales, cenas y comidas «de empresa», cestas de Navidad, regalos, fiestas de fin de año, luces y adornos… Al mismo tiempo, sin ánimo de caer en tópicos continuamente repetidos y pesimismos superficiales, hemos de conceder validez a la constatación de que nuestro mundo, cada vez más materialista, absorbe y desvirtúa no sólo el tiempo navideño sino que aniquila también el Adviento en una anticipación de la Navidad cada vez más exagerada.
De una u otra manera, lo que parece bien claro es que la Navidad no deja a nadie indiferente; ella suscita, con un poder sorprendente, un sinfín de sentimientos, recuerdos, presencias o ausencias, estados de ánimo… de los que nadie nos podemos sustraer.
Frente a todas estas manifestaciones de una «piedad popular laica», la Iglesia afirma una y otra vez lo central en este tiempo litúrgico; en efecto, las sucesivas fiestas van detallando los distintos aspectos del Misterio tremendo y fascinante de la presencia del Hijo de Dios en la debilidad del Niño de Belén.
La Navidad
La Navidad constituye el segundo gran polo de atracción del año litúrgico, después de la Pascua de Resurrección; ambas «Pascuas» conmemoran los dos «pasos» fundamentales del Señor sobre los que se asienta su acción redentora. Ésta es la lógica interna que nos describe la formación del año litúrgico: el nacimiento de Cristo se presenta como el «principio de nuestra salvación» (Misa vespertina de la vigilia de Navidad) y se contempla desde la cumbre de su vida y misión que se cumplió en la muerte y resurrección. Los artistas clásicos han expresado estas ideas cuando representaban al Niño Jesús en su cuna y con los ojos fijos y serenos contemplando la cruz o los signos de la pasión.
Centrándonos en la celebración navideña, llama la atención la distribución de tres Misas en el mismo día litúrgico. El origen de estas celebraciones hay que buscarlo en la liturgia papal: la Misa del día era celebrada por el Papa en la basílica de San Pedro en la colina Vaticana; sin embargo, muy pronto se añadió la celebración de la noche en santa María Mayor por el deseo de venerar la reliquia del pesebre allí conservada; finalmente, la Misa de la Aurora tiene su origen en el gesto de cortesía del Papa para con cristianos orientales residentes en Roma celebrando con ellos en santa Anastasia.
El contenido de estas celebraciones es, como no puede ser de otro modo, el anuncio gozo y la contemplación del «misterio de la Palabra hecha carne» (prefacio I). La eucología en su conjunto y la Palabra de Dios de este día, ofrecen progresivamente las muy variadas facetas del nacimiento de Cristo. Veamos algunos ejemplos. La llegada del Señor al mundo es, en primer lugar, un don de Dios a la humanidad, consecuencia de su infinito amor por ella: «alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo» (Misa de medianoche). La Navidad se presenta también como el misterio luminoso por excelencia; todo se llena de la luz de Cristo y los pueblos ya no caminan en tinieblas sino que pueden contemplar la gloria de Dios: «oh Dios que has iluminado esta noche con el nacimiento de Cristo, la luz verdadera» (Misa de medianoche). Así mismo, implica la restauración del orden diseñado por el Creador pues comienzan las normales relaciones entre Dios y el hombre, relaciones que se habían roto por el pecado: «para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo… para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado» (prefacio II). La Navidad supone igualmente el anuncio de la solidaridad del hombre con Dios por el admirable intercambio entre las naturalezas humana y divina: «concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición divina» (Misa del día) y la posibilidad de la recuperación de las profundas aspiraciones del hombre: la paz mesiánica y la alegría. Finalmente, la contemplación del clima de sencillez, pobreza y humildad en que tuvo lugar el nacimiento del Salvador, reclama una actitud moral para vivir como aquel que siendo rico se hizo pobre por nosotros (2Cor 8,9) y para socorrer a nuestros hermanos que se ven obligados a vivir en la pobreza: «despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne» (san León Magno, oficio de lectura).
La liturgia nos invita a contemplar el misterio del pesebre no como un acontecimiento que tuvo lugar hace años; todo lo contrario, el «hoy litúrgico» llena todas las celebraciones natalicias. Aquella presencia divina, inaugurada en Belén, se celebra, conmemora y actualiza gracias a la acción del Espíritu Santo que actúa en la celebración, de modo que podemos decir en verdad: «hoy ha nacido Jesucristo; hoy ha aparecido el Salvador; hoy en la tierra cantan los ángeles, se alegran los arcángeles; hoy saltan de gozo los justos» (II Vísperas).
Por medio de la piedad popular el pueblo cristiano expresa también la fe en la Encarnación del Hijo de Dios. Entre las muchas expresiones, destacan: los villancicos, que son poderosos instrumentos para transmitir el mensaje de alegría y paz de Navidad; los nacimientos vivientes y la inauguración del nacimiento doméstico; la inauguración del árbol de Navidad como recuerdo del árbol de la vida del jardín del Edén y del árbol de la cruz; y la cena familiar de Navidad.
El día de Navidad se prolonga en su octava, celebrándolo así como un único día, pero extendido en  siete jornadas. Dentro de esta octava se encuentra el domingo de la fiesta de la Sagrada Familia. Ella es una consecuencia derivada del realismo de la Encarnación: Jesús nació en el seno de una familia como sucede con cualquier hombre y vivió bajo la autoridad de María y José (cf. Lc 2,51). Esta familia humana de Jesús es un maravilloso ejemplo para imitar sus virtudes domésticas y su unión en el amor (colecta). Pero además, la familia humana de Cristo nos hace pensar en la gran familia de los hijos de Dios a la que nos incorporamos por el bautismo y cuya regla de vida debe ser el amor: «sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión» (segunda lectura).
Santa María, Madre de Dios
El primer día del año tiene por título el más antiguo y más preciado que la Iglesia reconoce en la Virgen María. La presencia de la Madre del Salvador es constante a lo largo de todo el año litúrgico por su especial unión entre ambos y por su papel fundamental en el misterio de la salvación. Con esta solemnidad, en el contexto de la octava de navidad, se recuerda que ella es la que «engendró para los hombres los bienes de la salvación» (colecta); es decir, la Iglesia mira con cariño y agradecimiento a aquella «humilde sierva» que aceptó su vocación de ser la Madre del Señor. Al mismo tiempo, se recuerda en el Evangelio la circuncisión del Niño a los ocho días; es decir, su entrada en el pueblo de la Primera Alianza y la imposición del nombre: «Jesús: Dios salva».
La piedad popular destaca que el uno de enero es un día para felicitarse el año nuevo y para reconocer el Señorío de Cristo, Señor del tiempo y los días; por esto se invita a cantar en algún momento apropiado el himno «Veni, creator Spiritus». También la Jornada Mundial de la Paz debe encontrar en la piedad popular sus expresiones de oración.
Epifanía y Bautismo del Señor
La sentido de estas dos fiestas es muy distinta en oriente y occidente. En occidente encontramos dos celebraciones distintas –6 de enero y domingo siguiente–, que conmemoran dos episodios bíblicos distintos –adoración de los Magos y Bautismo del Señor–; en oriente, sin embargo, la Epifanía tiene un contenido eminentemente bautismal haciendo memoria del bautismo del Señor y, en algunos lugares, se recuerda también el singo de las bodas de Caná. Estas referencias bíblicas no persiguen otra cosa sino poner de manifiesto la participación del hombre en la vida divina, y aún se conservan vestigios en nuestra liturgia actual: «hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque, en el Jordán, Cristo la purifica de sus pecados; los magos acuden con regalos a las bodas del Rey, y los invitados se alegran por el agua convertida en vino» (antífona Benedictus, 6 de enero).
Centrándonos en nuestro occidente cristiano, las dos celebraciones que cierran el tiempo de Navidad suponen dos «manifestaciones» de Cristo: una en el momento de nacimiento y otra al comienzo de su vida pública. La solemnidad de la Epifanía expresa el anuncio de que el Señor Jesús ha venido como luz de todas las gentes: «hoy has revelado en Cristo, para luz de los pueblos, el verdadero misterio de nuestra salvación» (prefacio). Invita, por lo tanto, a la contemplación del mismo misterio de la Navidad pero bajo la perspectiva de la misión salvífica universal.
El bautismo del Señor describe la unción mesiánica con el Espíritu Santo y con el testimonio del Padre para comenzar la vida pública, y el recuerdo del agua que nos purifica: «Cristo es bautizado y el universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu» (Laudes).
La piedad popular en la Epifanía se expresa en el anuncio de la Pascua y de las fiestas principales del año para ayudar a descubrir la relación entre la Epifanía y la Pascua; en el intercambio de regalos, como realización del episodio evangélico de los dones ofrecidos por los Magos al niño Jesús; en la bendición de las casas; y en la ayuda a la evangelización de los pueblos, recordando el fuerte carácter misionero de la Epifanía.
Luis García Gutiérrez, Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia