Con este Domingo empezamos la segunda serie de Domingos del
tiempo ordinario hasta llagar al Adviento.
En estos Domingos no se celebra ningún aspecto particular del Misterio de Cristo sino que
celebramos el Misterio fundamental: la gloria de su Resurrección.
Reencontramos la lectura de Marcos en el pasaje en el
cual Jesús fue a casa de Simón Pedro con sus discípulos, donde se reúne una gran concurrencia de gente para escucharle.
La casa de Cafarnaún se había convertido en la nueva
sinagoga. Dos acusaciones se dan contra Jesús, la de los escribas que le dicen
que tiene un espíritu inmundo y la de
los familiares que van a buscarlo porque dicen que no está en sus cabales.
Jesús responde a ambas acusaciones diciendo que la obra que
Él realiza pertenece al Padre y a la presencia del Espíritu de Dios en Él. Por
eso la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable.
Cuando actúan los
hombres su acción puede ser criticada e incluso se puede perdonar todo, pero el
que se opone a la actuación del mismo Dios, se condena a sí mismo.
Al mismo tiempo Él crea la nueva comunidad, que ya no tiene
nada que ver con la carnal: los que cumplen la voluntad de Dios son su
familia.
El apóstol habla a su vez de la “inmensa e incalculable
carga de gloria” reservada a los que asumen la cruz del Señor casi con una ley de
proporcionalidad en relación a ésta.
El Salmo De profundis, “Desde lo hondo a ti grito,
Señor” después del relato del Génesis referente al engaño de la serpiente y
a la humanidad caída, expresa la situación de ésta sin la gracia de Cristo y la
asamblea canta alegre: “Del Señor viene la misericordia, la redención
copiosa”.
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