El papa Francisco ha
publicado hoy, 20 de agosto, una Carta dirigida al Pueblo de Dios en la que
condena los abusos sexuales, de poder y de conciencia sufridos por
muchos menores y cometidos por un notable número de clérigos y personas
consagradas, después de conocer el informe de Pensilvania donde se detalla lo
vivido por numerosas víctimas durante aproximadamente setenta años.
El Papa comienza la Carta con unas palabras de San Pablo : “Si
un miembro sufre, todos sufren con él”. Con ello señala que el dolor de
estas víctimas “fue durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado.
Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar
o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la
gravedad cayendo en la complicidad”. Además, reconoce “con vergüenza y
arrepentimiento que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos
a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando
en tantas vidas”.
“Mirando hacia el pasado -añade el Santo Padre- nunca será
suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado.
Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una
cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que
no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las
víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una
vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de
los adultos en situación de vulnerabilidad”.
Aquí podéis leer la Carta íntegra:
CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PUEBLO DE DIOS
AL PUEBLO DE DIOS
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1
Co 12,26). Estas palabras de san Pablo resuenan con fuerza en mi
corazón al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a
causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable
número de clérigos y personas consagradas. Un crimen que genera hondas heridas
de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus
familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes. Mirando hacia
el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar
reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se
haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no
se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse.
El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge
reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los
menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad.
1. Si un miembro sufre
En los últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla
lo vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder
y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si
bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin
embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las
víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a
condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar
esta cultura de muerte; las heridas “nunca prescriben”. El dolor de estas
víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho
tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que
todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron
resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad.
Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere
estar. El cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la
historia porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres:
«Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y
enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos
los despide vacíos» (Lc 1,51-53), y
sentimos vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha desmentido
y desmiente lo que recitamos con nuestra voz.
Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos
que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo
reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en
tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes
Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y,
clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su
sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia,
cuánta autosuficiencia! […] La traición de los discípulos, la recepción indigna
de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que
le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del
alma: Kyrie, eleison – Señor,
sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena
Estación).
2. Todos sufren con él
La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este
hecho de manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo
camino de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no
basta. Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de
nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la
omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la
solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en
nuestro modo de hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los
conflictos, las tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso
puedan encontrar una mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige, a su vez,
denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona.
Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la
espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo
termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas
sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel
de luz (2 Co 11,14)”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a sufrir con el
que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo
entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en
distintas partes del mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias
que den seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en estado de
vulnerabilidad, así como de la implementación de la “tolerancia cero” y de los
modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran
estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan
necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor cultura del
cuidado en el presente y en el futuro.
Conjuntamente con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de
los bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que
tanto necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y
comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira. Así
le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos partido
de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el
rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a
mirar donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a
convertir el corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la
penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo
el mandato del Señor,[1] que
despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura
del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso.
Es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin
la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más,
cada vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas
élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, acentuaciones
teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro,
sin cuerpo, en definitiva, sin vida[2].
Esto se manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la autoridad
en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado las
conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo,
esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que
tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el
Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».[3] El
clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos,
genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar
muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir
enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.
Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la
salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a
un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae
tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se
establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular,
en la dinámica de un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos
para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una
tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia
de sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que
reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura penitencial
capaz de dejarse renovar desde dentro. Todo lo que se realice para erradicar la
cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de
todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias
para una sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y
oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de
nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la gracia de
la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en
sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y
recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos,
otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado
significado para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar
con dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas,
clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a
los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia
de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas
generadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el
presente en un camino de renovada conversión.
Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar
nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de
dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno
y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños,
jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a
caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean
necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a comprometernos desde la
verdad y la caridad con todos los hombres de buena voluntad y con la sociedad
en general para luchar contra cualquier tipo de abuso sexual, de poder y de
conciencia.
De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos
sido llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
1).
«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo.
Por medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía
personal y comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el
don de la compasión, de la justicia, de la prevención y reparación. María supo
estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de cualquier manera, sino que
estuvo firmemente de pie y a su lado. Con esta postura manifiesta su modo de
estar en la vida. Cuando experimentamos la desolación que nos produce estas
llagas eclesiales, con María nos hará bien «instar más en la oración» (S.
Ignacio de Loyola, Ejercicios
Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia.
Ella, la primera discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de
detenernos ante el sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad.
Mirar a María es aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo
de Cristo.
Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la
unción interior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra
compunción y nuestra decisión de luchar con valentía.
Vaticano, 20 de agosto
de 2018
Francisco
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