SOBRE LAS
CELEBRACIONES DE LOS DÍAS 1 Y 2 DE NOVIEMBRE
Desde hace más de un milenio, a
partir del siglo IX, la Iglesia celebra el 1 de noviembre la solemnidad
litúrgica de Todos los Santos, día de precepto. En ese mismo contexto
celebrativo y temporal, los monjes benedictinos de la célebre abadía de Cluny,
comenzaron también a celebrar al día siguiente, 2 de noviembre, la
conmemoración de los fieles difuntos, que pronto se extendió por toda la
Iglesia.
Ambas están unidas por el
denominador común de la vida eterna después de la vida terrena. Ambas han sido
y siguen siendo muy populares hasta el punto que el mes de noviembre es el mes
de las ánimas, tiempo propicio, pues, para rezar por los difuntos y para
reflexionar sobre la llamada doctrina de la Iglesia de los “Novísimos” o
Escatología, que no es sino el dogma cristiano de la resurrección de los
muertos y la respuesta al sentido de la vida y de la muerte.
TODOS LOS
SANTOS
El 1 de noviembre es la solemnidad
litúrgica de Todos los Santos. Se trata de una popular y bien sentida fiesta
cristiana, que al evocar a quienes nos han precedido en el camino de la fe y de
la vida, gozan ya de la eterna bienaventuranza, son ya, por así decirlo, ciudadanos de pleno derecho del cielo, la patria común de toda la humanidad de
todos los tiempos.
En esta solemnidad litúrgica, la
Iglesia englobaba a todos los santos. Si durante el resto del año litúrgico se
nos ofrecen las memorias de distintos y conocidos santos, en la fiesta del 1 de
noviembre son protagonistas, sobre todo, los santos anónimos, los santos
desconocidos, los santos del pueblo, los santos de nuestras familias; santos,
en definitiva,
con rostro tan cercano hasta el punto de que no hay duda de que entre los
santos del 1 de noviembre se incluyen amigos, paisanos, conocidos y familiares.
¿Y qué es ser santo? Según
Benedicto XVI, “el santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios
y por su perfecta verdad que éstas lo irán progresivamente transformando. Por
esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo, también a sí mismo. Le
es suficiente el amor de Dios, que experimenta y transmite en el servicio humilde
y desinteresado del prójimo”.
Hace ya unos años, el
sacerdote y músico español Cesáreo Gabaráin, autor, por ejemplo, del popular
‘Tú has venido a la orilla’, compuso una canción en la que nos describía lo que
es la santidad. Decía la letra de la canción: “Un santo no es un ángel, es
hombre de carne y hueso, que sabe levantarse y volver a caminar. El santo no se
olvida del llanto de su hermano, ni piensa que es más bueno subiéndose a un
altar. Santo es el que vive su fe con alegría y lucha cada día pues vive para
amar”.
Además, la fiesta de Todos
los Santos es también una llamada apremiante a que vivamos todos nuestra
vocación a la santidad según nuestros propios estados de vida, de consagración
y de servicio. En este tema insistió mucho el Concilio Vaticano II. El capítulo
V de su Constitución dogmática “Lumen Gentium” lleva por título “Universal
vocación a la santidad en la Iglesia”.
La santidad no es
patrimonio de algunos pocos privilegiados. Es el destino de todos, como fue,
como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos a quienes hoy celebramos.
2
DE NOVIEMBRE: LOS FIELES DIFUNTOS
El 2 de noviembre es el día
de la conmemoración de los fieles difuntos. Nuestros cementerios y, sobre todo,
nuestro recuerdo y nuestro corazón se llenan de la memoria, de la oración
ofrenda agradecidas y emocionadas a nuestros familiares y amigos difuntos.
La muerte es, sin duda
alguna, la realidad más dolorosa, más misteriosa y, a la vez, más insoslayable
de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo alemán del siglo XX,
“el hombre es un ser para la muerte”. Sin embargo, desde la fe cristiana, el
fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real, se ilumina y
se llena de sentido. Dios, al encarnarse en Jesucristo, no sólo ha asumido la
muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino que la ha
transcendido, la ha vencido.
Ha dado la respuesta que
esperaban y siguen esperando los siglos y la humanidad entera a nuestra condición
pasajera y caduca. La muerte ya no es final del camino. No vivimos para morir,
sino que la muerte es la llave de la vida eterna, el clamor más profundo y
definitivo del hombre de todas las épocas, que lleva en lo más profundo de su
corazón el anhelo de la inmortalidad.
En el Evangelio encontramos
la luz y la respuesta a la muerte. Las vidas de los santos y su presencia tan
viva y tan real entre nosotros, a pesar de haber fallecido, corroboran este
dogma central del cristianismo que es la resurrección de la carne y la vida del
mundo futuro, a imagen de Jesucristo, muerto y resucitado.
Jesús de las Heras
Director de la revista Ecclesia
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