La Liturgia de la Palabra
empieza con el maravilloso texto de Isaías, un verdadero poema teológico, en
que Dios es llamado nuestro padre (algo insólito en el Antiguo Testamento) y
donde se confiesa que, lejos de Él, sus caminos son impracticables.
La súplica se expresa con
el deseo: "Ojalá rasgases el cielo y bajases". Esta imagen la usa el
evangelista en la exégesis del Bautismo de Jesús, cuando relaciona que Juan
Batista "vio rasgarse los cielos".
También el profeta exclama
somos obra de tu mano: somos arcilla que el Señor "como alfarero"
siempre puede remodelar.
En el
Evangelio, extraído del
discurso apocalíptico de Marcos, se insiste en un triple
"Vigilad".
El Señor quiere que los
suyos estén despiertos cuando él vuelva.
"Velar" significa
tener conciencia del retorno del Señor, no confundir el bien con el mal y
permanecer en una actividad constante para cumplir con lo que el Señor nos ha
encomendado, fieles en la misión que el Señor ha confiado a cada uno.
El Señor volverá a casa, la
casa de la Iglesia reunida y del propio corazón.
El imperativo a la
vigilancia está destinado no sólo a la comunidad, sino a todos.
El Apóstol, en su acción de
gracias al Padre, escribe: "Mientras aguardáis la manifestación de nuestro
Señor Jesucristo", frase incluida en el embolismo del Padre nuestro.
El Salmo responsorial, en
continuidad perfecta con la lectura de Isaías –casi como una prolongación– es
una súplica ardiente para que el Señor venga: "Despierta tu poder y ven a
salvarnos".
El Año litúrgico comienza con esta exigencia: "Estad atentos, vigilad". Atentos sobre el mundo, sobre nosotros mismos. El tiempo de Adviento es un tiempo de expectación alegre y piadosa del Señor que viene a nosotros: en la gracia de la Navidad, en sus sacramentos, en los hermanos, y al final de la historia, en la gloria.
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