Ubicada
entre Pascua y Pentecostés, es decir, entre la Resurrección de Cristo y la
venida del Espíritu Santo sobre el grupo de apóstoles, la Ascensión sólo puede
entenderse en relación con estos dos acontecimientos salvíficos.
La
Ascensión es parte del increíble despliegue de la Pascua: por su Muerte y su
Resurrección, Cristo salvó al hombre que, después de Él, ahora está llamado a
unirse a Dios para vivir en su gloria.
Las
Iglesias celebran con máxima solemnidad y gozo la liturgia de la glorificación
del Señor.
Los
apóstoles retornaron a Jerusalén llenos de gozo.
Es la
alegría de saber que Jesús con su humanidad está con el Padre y que Él volverá
de la misma manera como le han visto irse, es decir, en la gloria del Espíritu
Santo.
Se ha
marchado, pero ha dejado una promesa: ellos recibirán la fuerza del Espíritu
Santo.
Por
tanto, la Ascensión del Señor no inaugura una ausencia de Jesús, sino una nueva
presencia en el Espíritu, en la Iglesia y en sus sacramentos.
Un
día grandioso, pues "el Señor asciende entre aclamaciones y se sienta en
su trono sagrado", Salmó 46: es lo que alegres cantamos con el orante en
la Liturgia de hoy, sobrecogidos de asombro.
La
solemnidad de la Ascensión se origina en Jerusalén en el siglo V y desde los
orígenes la lectura de los Hechos está presente en la Liturgia de la Palabra.
El
relato sirve de introducción a todo el libro, pues la Ascensión del Señor
inaugura la historia de la Iglesia.
No es
el relato del final de la vida de Jesús sobre la tierra sino el punto de
partida de una vida nueva en la Iglesia.
No se
puede contemplar la Ascensión del Señor en la gloria del Padre sin constatar la
resonancia misionera del acontecimiento.
Ellos
serán bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días.
Los
apóstoles preguntan sobre la restauración de Israel y el Señor les dice que
están llamados a ser sus testigos hasta el confín de la tierra.
El
símbolo de la nube, propio de las grandes teofanías, es una imagen del Espíritu
Santo.
El
Señor ha venido en el Espíritu Santo y volverá en la gloria del mismo Espíritu.
Ellos
no deben estar mirando al cielo, sino volver a la ciudad para recibir la fuerza
del Espíritu Santo, que será la nueva presencia del Señor entre ellos.
A
Jesús ya no lo verán más con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del
corazón, segunda lectura.
Son
los ojos de la fe, "ocula fidei".
El
Salmo 46, secularmente aplicado al misterio que hoy celebramos, canta la
alegría de la Ascensión de Jesús al Padre.
El
Cristo Resucitado que asciende debe ser alabado por todos: "Pueblos todos,
batid palmas, aclamad a Dios con gritos de jubilo".
Es una
alegría universal.
El
leccionario propone para la segunda lectura dos textos alternativos.
Ambos
textos son de la carta a los Efesios.
En el
primero, opción 1, el apóstol expresa el deseo que Dios ilumine los ojos del
corazón para que comprendamos la esperanza que se desprende de la glorificación
del Señor y la riqueza de la gloria que da a los santos, Cristo ha sido dado a
la Iglesia como cabeza y ella es su cuerpo.
Él es
la plenitud del que colma todo en todos.
En el
segundo texto, opción 2, san Pablo hace una exposición de la unidad de la
humanidad incorporada a Cristo por la misma fe, el mismo Bautismo y los mismos
carismas.
Eso
es posible porque el Señor ha sido glorificado, ha ascendido a los cielos, y
sólo el que subió por encima de los cielos para llenar el universo puede
entregar el Espíritu y sus carismas a sus hermanos.
Para
reforzar su argumentación se sirve de una exégesis particular del Salmo 67, que
será precisamente el gran Salmo de la Ascensión y de Pentecostés:
"Ascendisti in altum, cepisti captivitatem, accepisti dona in
hominibus", "subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los
Hombres".
El
Evangelio de Marcos termina con el texto que se proclama hoy: la última
aparición de Cristo Resucitado a la comunidad apostólica.
Deberán
ir a toda la creación a predicar el Evangelio y la salvación.
Se
les dice que no siempre encontrarán la fe y que habrá quien se excluya a sí
mismo de la salvación por su falta de fe.
La
profesión de fe y el Bautismo van juntos.
Para
su misión, y para los que vengan después de ellos, les será dada la asistencia
del Espíritu, por la cual el Maligno
será expulsado, recibirán el don de lenguas y el de curación.
Esto
era lo último que debía conocer la Iglesia. Ahora su misión puede empezar.
Serán
por la gracia del Espíritu capaces, audaces y vencedores.
Habrá
siempre una magnífica cooperación entre el Espíritu y la Iglesia: "El
Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los
acompañaban".
La
salvación cristiana está en el centro.
Una
salvación que la Iglesia predicará y comunicará con los sacramentos.
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