LUNES
Habiendo llegado a Éfeso, Pablo realiza la "Iniciación cristiana" de los creyentes.
Es un
poco extraño encontrar en aquella ciudad creyentes que "sólo habían
recibido el bautismo de Juan" en el Jordán.
Pablo
les habla del verdadero Bautismo que Juan anunciaba: el Bautismo en el nombre
de Jesús.
Se
vislumbra, en el rito del Bautismo y la imposición de las manos, la unidad de
los "Sacramentos de la Iniciación".
Reciben
la efusión del Espíritu Santo.
Con
aquellos doce varones la "ecclesia" queda plantada en Éfeso.
Pablo
se queda en la ciudad durante tres meses, como solía hacer, predicando con
libertad el Reino de Dios.
Se
continúa con el Salmo 67: "Se levanta Dios, y se dispersas sus
enemigos".
Los
griegos y eslavos repiten hasta la saciedad este verso en la Liturgia pascual y
acuñan estas palabras en la representación de la Cruz.
Al
final de la conversación, los discípulos quieren precipitar el tiempo y dicen
que entienden cuando no entienden nada.
La fe
que alardean poseer muy pronto será puesta a prueba en la Cruz: ellos se irán y
lo dejarán sólo.
Entonces
ya no pensarán que Él ha salido del Padre.
Con
una inmensa ternura y convicción, Jesús les dice que no quedarán totalmente
solos, porque el Padre "siempre está con Él".
Cuando
todo suceda, la muerte y la exaltación, entonces encontrarán la paz en Él, y
más aún: tendrán valor en las luchas del mundo, porque sabrán que Él, con su
amor, "ha vencido al mundo".
MARTES
En la
lectura de los Hechos, Pablo se despide de los presbíteros de Éfeso.
Las
palabras que les dirige son conmovedoras. Son palabras de despedida, revestidas
de seriedad, dictadas desde el corazón.
Palabras
que contienen todos los sentimientos del apóstol, también sus convicciones más
íntimas.
Los
ama realmente, son "sus presbíteros".
Ellos
ya no volverán a ver su rostro, pero les deja su herencia: su obra
evangelizadora.
Él se
va a Jerusalén, "encadenado por el Espíritu.
No
sabe cómo será su futuro, pero tiene dos certezas: la primera, que vaya donde
vaya, le aguardan "cadenas y tribulaciones"; y la segunda, aún más
impresionante: "Para mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y
consumir el ministerio que recibí".
En el
Evangelio, escucharemos en tres días consecutivos la llamada "Oración
sacerdotal" de Jesús, con la cual termina el extenso bloque de la
conversación de Jesús en la Cena.
Los
Padres ya observaron el valor consagratorio de dicha oración.
Jesús
"levanta los ojos al cielo", como en la multiplicación de los panes
(Jn 11,41), y se dirige solemnemente al Padre por Él, por los hermanos y por
todo el pueblo santo.
Lo
hace en la primera Cena, madre de toda Cena, eucarística.
Así
será siempre.
Es el
Señor quien como pontífice se dispone a entrar en el santuario del cielo, el
Padre mismo, con el sacrificio de la sangre, recuérdese la teología de la carta
a los Hebreos, y con el olor suave de incienso (Ef 5,2).
La
santidad divina, por la ofrenda de Jesús, será comunicada al mundo.
Debemos
escuchar con mucha reverencia la "Oración sacerdotal" de Jesús: es su
"anáfora" sobre nosotros.
Continúa
el Salmo 67 con la misma antífona: "Reyes de la tierra, cantad al
Señor".
MIÉRCOLES
En la
primera lectura, el final del discurso de Pablo a los presbíteros de Éfeso en
Mileto y su adiós.
El
relato conmueve: oran conjuntamente, se dan el ósculo de la paz y "lo
acompañan hasta la embarcación".
De
las palabras de Pablo hay que resaltar éstas: "Tened cuidado de vosotros y
de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes
para pastorear la Iglesia, que Él adquirió con la sangre de su propio Hijo.
La
densidad teológica y ministerial de esas palabras es extraordinaria.
También
Pablo transmite una perla, una palabra del mismo Señor fuera de los Evangelios:
"Hay más dicha en dar, que en recibir".
En la
"Oración sacerdotal", el Señor reza por los discípulos.
Pide
al Padre que los guarde en la unidad del amor, fundamentada en la unidad
trinitaria misma, y que no los retire del mundo, un mundo que deben
evangelizar, aunque deben ser salvaguardados del mundo, que les odiará, y del
Maligno.
Ellos
"están en el mundo", pero "no son" de él, en sentido Juanico.
Tal
como el Padre le ha enviado, también Jesús les envía y se consagra a sí mismo
para que ellos "sean consagrados en la verdad".
JUEVES
Pablo,
prisionero, es llevado ante los ancianos y el Sanedrín de Jerusalén.
El
altercado entre fariseos y saduceos vuelve a aflorar.
El
tribuno se lo llevó al cuartel.
Allí
el Apóstol escucha la palabra del Señor: "El testimonio que has dado en
Jerusalén (…) tienes que darlo en Roma".
Es una
etapa más de su camino y forma parte de los sufrimientos que el Señor le mostró
el día de su conversión: "por causa del Nombre".
Fue
un largo camino el recorrido por Pablo, un camino que culminará en Roma con el
último y mayor testimonio: el martirio.
La
tercera sección de la "Oración sacerdotal" está dedicada a los
futuros discípulos, es decir, a nosotros.
Los
discípulos de todos los tiempos son un don del Padre para el Hijo y también del
Hijo al Padre.
Deben
permanecer en la unidad y en el amor de la santa Trinidad.
Son
las últimas palabras del Señor a la Iglesia: desde ahora ya no hablará más,
será el Espíritu quien "recordará sus palabras" y la guiará.
Todo
radica en un conocimiento de amor, de puro amor.
Toda
la misión del Verbo y del Espíritu radica en esas últimas palabras de Jesús a
la Iglesia: "Para que el amor que me tienes esté en ellos y yo en
ellos".
Este
Amor, amor de ambos, es la persona del Espíritu Santo, substancial al Padre y
al Hijo.
VIERNES
En
las iglesias en las que mañana se celebrará la "Misa vespertina de la vigilia"
de Pentecostés, es muy conveniente que en la Misa de este viernes se lean
unidas las lecturas de mañana, tanto de los Hechos como de san Juan.
Las
lecturas de estos dos días contienen la conclusión de los dos escritos que se
han leído durante la Cincuentena Pascual, y si se omiten las lecturas de la
"Misa matutina" de mañana, ambos escritos quedarían sin su
conclusión.
En la
primera lectura, cuando Pablo apela a Roma, es una lástima que se haya omitido
el texto precedente, el gobernador Festo presenta su caso al rey Agripa y a su
esposa Berenice a su llegada a Cesárea.
Tal
como hicieron Pilatos y Herodes con el Señor, expone el caso desde el estricto
“ius romanem".
Llama
la atención que Festo describa a Pablo como alguien que habla "de un tal
Jesús que él sostiene que está vivo".
El
litigio no se ha resuelto y Pablo, que había apelado al César, queda en la
cárcel hasta el momento de remitirlo al emperador, es decir, a Roma.
En el
Evangelio, el último capítulo de Juan (el 21). Jesús pregunta a Pedro si le
ama, y se lo pregunta tres veces, porque tres veces había negado al Señor.
Al
final, de manera conmovedora, Pedro humildemente remite su amor al conocimiento
de Jesús: "Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero".
El
ministerio apostólico se fundamenta en un acto de amor que abarca toda una
vida: "Apacienta mis ovejas".
Es toda
la existencia de Pedro la que se convierte en un único y sublime acto de amor a
su Señor.
SÁBADO
Terminamos
el Libro de los Hechos.
Pablo
llega a Roma y queda en prisión preventiva.
Incluso
en aquellas condiciones "predica el Reino de Dios y enseña todo lo
referido a Jesús".
Y
allí permanece por dos largos años.
El
relato termina de manera enigmática.
Propiamente,
el libro de los Hechos no tiene colofón.
Algunos
sostienen que el libro termina allí donde finaliza históricamente el relato, no
hay que narrar lo que todavía no ha ocurrido, pero otros afirman que el libro
no tiene final porque cada comunidad está llamada a continuar los Hechos.
Es
entonces un libro que no quedará terminado hasta que venga el Señor, de la
misma manera como se marchó, ante los "viri Galilae", sobre las
nubes: "en la gloria del Espíritu Santo" (Hch 1,11).
Hasta
entonces la misión no terminará.
Queda
claro que la historia teológica de la Iglesia, la historia de los discípulos,
no de la institución, llega a su plenitud en el Reino.
También
hoy se
proclama el final del Evangelio de Juan: Evangelio del
discípulo que "da testimonio y lo ha escrito".
Es la
figura del "discípulo amado", aquel que se queda siempre, porque
"la Iglesia del Amor" precede a "la Iglesia del
ministerio".
Aquella,
significada en "el discípulo amado", es evidente que Jesús quiere que
"se quede", no sólo por un tiempo, sino "hasta que yo
venga" (Jn 21, 22-23).
Es
necia la opinión de que Juan no moriría: se trata más bien de que el amor
encarnado por el discípulo perdure hasta el final de la Historia.
Un
discípulo que ama, porque antes es amado.
La Iglesia
sobrevive a través de él. Él simboliza aquel "permanecer" del amor de
Jesús en nosotros: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).
De
otra forma, la Iglesia desaparecería.
Santa
Teresa de Lisieux lo describirá así siglos después: "Comprendí que sólo el
amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que, si el amor llegaba a
apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se
negarían a derramar su sangre..." (Manuscrito B, 3vº).
Todos
los aspectos organizativos y pastorales de la Iglesia no son nada si no
permanece en el amor del Señor, como sostienen los místicos, entre ellos San
Juan de la Cruz: "el más pequeño acto de amor tiene más mérito a los ojos
de Dios y es más provechoso a la Iglesia y a la misma que todas las demás obras
juntas" (Cántico Espiritual B 29,2).
Este
amor es libertad pura; un amor sobre el cual no es lícito interrogar "¿y a
ti qué?" puesto que es la libertad soberana del amor que, como "el
viento, no se sabe de dónde viene y a dónde va" (cf. Jn 3,8).
Sin
embargo, a todos el Señor nos dice: "Tú, ¡sígueme!"
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