En este Domingo, Marcos
termina el capítulo 4º con el relato de la tempestad calmada.
Una narración que presenta
tintes pascuales y donde la "barca" ya posee un pleno significado
eclesiológico.
Prolépticamente, se anuncia
la singladura de la Iglesia en el mar del mundo.
"La otra orilla"
era ya "tierra de paganos".
Las fuerzas del mal se alzan
contra la endeble barquichuela para impedir la misión.
Jesús duerme tranquilo en la
barca, confiado en el Padre.
Está, pero es como si no
estuviese.
Lo despiertan y Él "se
levanta", se utiliza el mismo verbo de la Resurrección.
Él exorciza el mar, con un
gesto y una palabra solemnes.
El mar es una criatura de
Dios, y la palabra del Señor sobre este pequeño mar tiene el eco de la voz de
Dios, que escuchamos en la primera lectura.
Él, Jesús, es la voz de Dios,
"vox Domini".
Los discípulos se sobrecogen
de temor, un temor más fuerte que el que tenían cuando la barca zarandeaba en
la zozobra, un temor ante la manifestación divina.
De ahí la pregunta clave:
"¿Quién es éste?"
Sin la luz de la Resurrección
no podrán contestar plenamente a esta pregunta.
De alguna manera, el relato
simboliza el tiempo de la Iglesia y de la misión.
El Salmo de hoy lo hubiesen
podido cantar los discípulos: "Se alegraron de aquella bonanza y Él los
condujo al ansiado Puerto".
Este "ansiado
puerto" es el Reino ya consumado, "la otra orilla" donde el
Señor nos espera Resucitado.
En la epístola escuchamos la
seria exhortación del apóstol: "Nos apremia el amor de Cristo",
"caritas Christi urget nos".
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