El Domingo de la Samaritana es contemplación y
enseñanza, "didascàlia" sobre
el Señor, fuente del "agua viva".
Esta fuente brotará
incesante y gozosamente en la noche de Pascua para engendrar
los hijos e hijas de Dios.
La Samaritana es figura de la humanidad
sedienta de la vida
divina, también de los que piden el don de la fe, y de la Iglesia
penitente.
El maravilloso relato se expresa
en un doble lenguaje, el de Jesús
y el de la mujer.
He aquí que Aquel que pide agua se convierte en fuente de donde brota el agua viva:
"Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame
de beber”, le pedirías tú, y Él te daría agua viva".
Y aún más: "el que beba del agua que yo le daré (…) se
convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida
eterna" (antífona de comunión).
En este diálogo maravilloso, la Samaritana
es incapaz de comprender.
Sólo en virtud del conocimiento que Jesús tiene de su vida, la gracia de la fe penetra en su
corazón, y Jesús se automanifiesta como el Mesías:
"Soy yo, el que habla contigu".
He aquí que el agua de la gracia ha penetrado hasta el fondo del alma de la mujer pecadora, la ha purificado y la ha impulsado
a la acción apostólica.
Su pecado ya no reviste ninguna
importancia, deviene insignificante comparado con el don, tanto que
la mujer deja la jarra: ya no la nece- sita,
ha encontrado el agua verdadera, el agua viva del Espíritu
Santo.
En el Prefacio leemos estas palabras: "Al pedir agua a la
Samaritana, ya había
infundido en ella la
gracia de la fe y, si quiso estar sediento de la fe de aquella
mujer, fue para encender
en ella el fuego del amor divino".
Recordemos las palabras de San
Agustín: "El que pedía de beber, tenía
sed de la fe de aquella mujer" (In Io. Ev XV,
11).
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