Queda claro que se debe poner en relación la Palabra de hoy con los Domingos precedente y siguiente.
El diálogo interrumpido por el
hombre a causa del pecado es retomado, por iniciativa divina, con Abrán.
La ley bíblica de
"la selección
regresiva" hace que, de entre muchos, se escoja a uno, Abrán, a fin de
comenzar una historia de amor y de salvación.
Una historia que llega
hasta aquel que es
"hijo de Abrahán".
La fe de Abrahán será una bendición para todos: como él, muchos
emprenderán el camino
de la fe.
Él será una bendición universal:
esta es la bendición y la bienaventuranza de la fe.
También los discípulos siguen en fe al Maestro y suben con él "aparte a un monte alto".
Allí serán testigos de la teofanía trinitaria: el Padre les muestra el Hijo, a quien deberán escuchar, y el Espíritu Santo, en
forma de "nube luminosa, los cubre
con su sombra" (cf.
Lc 1,35) y les introduce en el misterio
divino.
La transfiguración es para
el Señor y para los discípulos,
una "confirmatiu" de la misión de Jesús recibida en el
bautismo en el Jordán.
No deben construir tres tiendas,
no tienen que permanecer allí, deben proseguir
su misión, una misión que termina en la
Cruz.
Los postrados por tierra por
causa de la manifestación divina reciben
el mandamiento: "Levantaos, no temáis".
Encontramos el mismo verbo que en
la Resurrección, "egeirô": ellos pasan de la postración
extrema por causa de la divinidad, a "estar de pie" ante la
divinidad, pasan de la postura del esclavo ante el dueño a la postura de los
hijos ante los padres.
Reencuentran la humanidad de Jesús, "solo", pero
han visto su divinidad resplandeciente.
Saben, desde ahora, que Jesús es
el portador, "teóforo" de la divinidad.
También han visto a Moisés y a Elías,
ambos estimadores de la Cuarentena, representando la Ley y los Profetas
que dan testimonio de Él.
El Señor
los ha llevado "in alto", "anaphéró".
La tradición de los Padres del
oriente ha visto en la transfiguración el inicio de la vida "en Cristo", la vida mística: los discípulos, habiendo
contemplado la gloria
del Señor, vivirán únicamente por Él y para Él.
La luz del rostro del Señor es la luz increada manifestada en el Verbo.
Una luz que viene de su interior, no de fuera de él, y hace
transparentes "su rostro" e incluso "sus vestidos".
Es la luz tabórica, transfigurante.
En la oración, hecha en clave de presencia y "atención amorosa",
según san Juan de la Cruz, y en la celebración de la Eucaristía, contemplamos "in fide" el rostro bellísimo del Señor, radiante de gloria.
En el camino de la fe, el creyente
debe orar: "Que tu
misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti",
porque si pierde el amor de Dios, ya no es
posible ninguna esperanza y, sin ésta ,
no se puede caminar en la fe.
Sólo por la fe en Cristo, "que destruyó la muerte
e hizo brillar la vida y la
inmortalidad por medio del Evangelio", se hace camino.
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