En la mitad de la Cuaresma, el Evangelio es una invitación fuerte a la conversión.
Todos somos pecadores.
No menos que los que fueron ajusticiados por Pilato, o los dieciocho muertos al caerles encima la torre de Siloé, según explican a Jesús: todos debemos convertirnos.
El Señor lo explica con la parábola de la higuera, donde se pone de manifiesto la paciencia del propietario, hasta el punto de conceder aL árbol una última oportunidad "a ver si da fruto en adelante".
El propietario, delicadamente, pone los medios a favor del árbol: cava a su alrededor, echa estiércol...
Es una gracia última que el árbol, hasta ahora parásito, no ha merecido.
Dios es infinito pero la vida del hombre es finita: el hombre sólo tiene su existencia para dar fruto, y debe colaborar en todas las oportunidades que la gracia le ofrece.
En la primera lectura, uno de los textos más relevantes del Antiguo Testamento: la revelación del nombre de Dios.
Por el misterio de Jesús sabremos que Dios es fuego de amor, que nunca se consume: Dios Trinidad.
Descubriremos que en el espacio abierto entre el Padre y el Hijo en el amor del Espíritu Santo están el universo, la historia y nuestras existencias.
Aquí vivimos.
San Juan de la Cruz cantaba: "¡Oh llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro!"
La segunda lectura es importante y describe la interpretación cristiana del Antiguo Testamento.
Hoy no puede cantarse otro Salmo más apropiado que el Salmo 102, un poema de la misericordia divina: "El Señor es compasivo y misericordioso".
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