EN LA PASIÓN DEL SEÑOR: LA VERÓNICA
Una mujer
irrumpió de entre la multitud y se acercó a enjugar el rostro del Nazareno
cuando caminaba hacia el Calvario con la Cruz a cuestas.
La bella leyenda narra cómo
la Verónica salta la línea de seguridad que acompaña a los condenados a muerte,
y con un paño se acerca a Jesús, cargado con la Cruz, y le limpia la cara
ensangrentada. El Señor, agradecido por el gesto entrañable, deja impresas sus
facciones en el paño, regalo imperecedero en el corazón de aquella mujer
anónima.
El nombre de Verónica
significa el verdadero icono, la verdadera imagen, el rostro auténtico. Son
muchos los artistas que se han hecho eco de esta leyenda sagrada y nos han
mostrado en hermosas obras los rasgos del Hombre perfecto, de quien se entregó
a la muerte por amor a toda la humanidad.
Si no se puede acudir a
ningún texto histórico, en las Sagradas Escrituras sin embargo, encontramos
expresiones que nos acercan a la contemplación del rostro del más bello de los
hombres, porque es el rostro de quien ha demostrado el mayor amor. “Pues el
Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas” ha brillado en
nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios
reflejada en el rostro de Cristo.” (2Cor 4,6) “Me volví para ver la voz que
hablaba conmigo, y, vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los
candelabros como un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, y ceñido el
pecho con un cinturón de oro. Su rostro era como el sol cuando brilla en su
apogeo. Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Pero él puso su mano derecha
sobre mí, diciéndome: «No temas; yo soy el Primero y el Último” (Apc 1,
12-13.16).
Muchos santos han dado
testimonio de la experiencia mística de contemplar con los ojos del alma el
rostro del Señor: “Desde a pocos días, vi también aquel divino rostro, que del
todo me parece me dejó absorta” (Santa Teresa, Vida 28, 1). “Una gran ganancia
saca el alma de esta merced del Señor, que es, cuando piensa en Él o en su vida
y Pasión, acordarse de su mansísimo y hermoso rostro, que es grandísimo
consuelo, como acá nos le daría mayor haber visto a una persona que nos hace
mucho bien que si nunca la hubiésemos conocido. Yo os digo que hace harto
consuelo y provecho tan sabrosa memoria” (Moradas VI, 9, 14).
Es momento de mirarte,
Señor, de dejar de lucubrar sobre tu rostro y rendir el pensamiento. Es
privilegio poder detener los ojos ante los tuyos y sentir cómo penetra hasta el
hondón del alma tu mirada, que arranca el gesto compasivo, al verte camino de
la entrega por amor.
No tengo que imaginarme tu
semblante. Te apareces constante a mi paso en los que llevan tus facciones en
sus rostros, por compartir contigo sus dolores. Dame valor para extender mis
manos y sin pudor limpiar el sudor y las lágrimas del prójimo. Y si Tú quieres,
déjame grabado cual sello en el corazón, el brillo de tu rostro amigo, por más
que deba bajar mis ojos penitentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario