"Celebremos con alegría la fiesta de San José, el siervo prudente y fiel, a quien el Señor puso al frente de su fa milia", canta la antífona de entrada de la Misa.
Hoy, el velo de la Cuaresma se descubre para celebrar al Esposo de la Virgen María, el patriarca San José.
Según el Nuevo Testamento él es, por encima de todo, el "esposo de María", también "padre legal de Jesús, hijo de David y hombre justo".
Los sueños de José, como mediación de la revelación divina, se relacionan con los "relatos patriarcales": en cierta manera, san José es el último patriarca de Israel.
Tiene que rehacer por su propia cuenta el viaje del patriarca José a Egipto, para que en él y en Jesús, su hijo, se cumpla un nuevo éxodo.
Progresivamente, la Iglesia Católica ha ido comprendiendo el "lugar único" que ocupa José en la historia de la salvación.
Él es el testigo insuperable del silencio contemplativo que es al mismo tiempo un silencio activo.
Dios le confió el secreto más alto y la misión más preciosa: ser custodio del Verbo encarnado, junto con la bienaventurada Virgen María.
San Bernardo de Claraval, san Bernardino de Siena y santa Teresa de Jesús se vinculan al florecimiento de la devoción josefina.
La celebración de san José se extendió a la Iglesia universal en el año 1621.
El Papa Pio IX lo proclamó patrono de la Iglesia universal (1870); diversos papas le nombraron en sus encíclicas; san Juan XXIII inscribió su nombre en el "Canon romano" y el Papa Francisco en las otras "anáforas", Plegarias eucarísticas.
La importancia de su celebración se remarca por el hecho de ser día de precepto para la Iglesia universal.
Litúrgicamente, es un día fuera de la Cuaresma.
Tal día como hoy, en el año 2013, el Papa Francisco inauguró su ministerio petrino como obispo de Roma.
Encomendemos al Señor su persona y sus intenciones.
Misa: 2 Sam 7, 4-5a. 12-14a. 16; Sal 88, 2-3. 4-5. 27 y 29; Rom 4, 13. 16-18. 22;Mt 1, 16. 18-21. 24a (o bien: Lc 2, 41-51a)
Las lecturas de la solemnidad son realmente preciosas.
En el Evangelio, "la anunciación a José": se le presenta como "hijo de David", lo que enlaza perfectamente con la promesa davídica en la primera lectura, y de la cual se hace eco el Salmo responsorial: "Su linaje será perpetuo".
La promesa hecha a David y a los patriarcas florece en san José, segunda lectura.
En el Evangelio, José, el Hijo de David, no debe tener miedo de aceptar a María, la cual es llamada "tu esposa".
Aceptar a María como esposa es aceptar el designio último de Dios y significa el amor total de José: a María, al Niño que debería nacer, y a su condición de esposo y al mismo tiempo de padre.
Según la Ley, a los ojos de los hombres, esposo que no ha engendrado, pero padre legal de facto: es él quien impone el nombre al hijo (v. 21).
Desde ahora tendrá derechos y deberes de padre y de cabeza de familia.
José, apenas despierto, hace lo que le ha mandado el Señor.
La obediencia de José es docilidad perfecta, humilde, pronta, silenciosa, delante de Dios y de los hombres.
Una obediencia que lo asimila a Abraham (Gén 12,4).
José interpreta la figura llena de amor hacia el Hijo y la Madre.
Su silencio es un reclamo, simbólico y misterioso, al abismo de amor del Padre del cielo que en silencio engendra el Verbo, al cual entrega todo su amor, el Espíritu Santo.
Como dirá san Juan de la Cruz: "Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma" (Dichos de luz y amor).
Dios es Padre de Jesús por esencia y José es padre por amor humano, sólo por amor humano.
Así se mostró hasta qué punto José era un "hombre justo".
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